Soltar es de esas palabras favoritas de los terapeutas, los curas, los amigos que dan consejos y las tías cariñosas. Se dice fácil, mucho tal vez, pero hacerlo es complicado, complejo y sumamente doloroso.
Y es que no hay que llamarse a engaños. La gran mayoría de seres humanos nos aferramos a las personas, a los animales, a las cosas, porque establecemos relaciones poco sanas, porque le transferimos a los demás, la responsabilidad de hacernos felices, de darnos satisfacciones, gozos y deleites. Creemos que nuestros sueños y nuestras esperanzas, están en manos de los otros. Creamos falsas esperanzas sobre las personas, porque no las queremos como son, sino como queremos que ellas sean. Las idealizamos y les colgamos virtudes que no tienen y por eso los golpes de realidad suelen ser muy fuertes.
Llegamos al punto de convencernos que son imprescindibles en nuestras vidas, lo que con seguridad nos traerá sufrimientos y dolor, porque no hay nada que pueda estar por siempre en nuestra existencia. Como en el invierno, todo es temporal y como en Transmilenio, todo es pasajero. Lo bueno y lo malo.
Hemos sido criados para entender que todo es vitalicio: familia, trabajo, cosas y relaciones. Y no. Los hijos se van por decisión propia, las parejas dicen adiós porque están en su derecho, los padres algunas veces se mueren antes que nosotros, los perros se pierden y las cosas, son cosas. Somos incapaces de aceptar que ya no somos, porque no queremos entender que el mundo sigue sin nosotros, que los otros toman decisiones de irse en plena libertad, lo que nos los condena, así nos duela. A veces creemos ser huracanes cuando en realidad no llegamos ni a llovizna que amerite una sombrilla. Nos metemos el cuento de ser más importantes de lo que en realidad fuimos y no aceptamos que nuestro tiempo ya pasó.
Por eso, a la larga no se trata de soltar a los demás, porque en algún momento fueron importantes, sino de respetar sus deseos de irse, sin aspavientos, sin histeria, sin rencores, sin odios. Nos queda llorar, llorar mucho sin olvidar que el que no llora, no sana