A mi tía Leticia la mató el mismo sicario que acabó con la vida del Procurador General de la Nación Dr. Carlos Mauro Hoyos. Debo aclarar sin embargo que ella no viajaba en el automóvil Mercedes Benz cuyo blindaje cedió al fragor del atentado, ni se cruzó en la ruta de la motocicleta en que huía el agresor, o encontró a su paso alguna bala perdida producto de la refriega ocasionada ese día en la vía que de la capital antioqueña conduce al aeropuerto de Rionegro. No. Nada de eso. En el momento de los hechos ella mecía la canícula barranquillera sentada en una de las mecedoras de canalete momposino que llegaron a nuestra casa, a brazo y por el río, mucho antes de que yo adquiriera, involuntariamente, claro, el uso de razón.
Corrían los días de uno de los desastres políticos y sociales más devastadores de la historia contemporánea del país. Pablo Escobar y su ejército combatían a muerte la aplicación de las leyes relativas a la extradición de nacionales. Fue en esas circunstancias que la tía Leticia, la dulce y buena alcahuete de mi infancia, la orgullosa fundadora de las Hijas de María y parte del eterno decorado de la casa de mis abuelos, escuchó la noticia narrada en el radioperiódico del mediodía en la voz de Marcos Pérez, asombró sus ya grises ojos azules y a los 86 años de impoluta virginidad dio por el corredor unos pasitos de niña que la condujeron entre jadeos y suspiros a los brazos de una muerte, que atareada ese día con el magnicidio del ministro recibió su alma con pocos aspavientos y sin ninguna cortesía.
…yo creía que un mejoral, iba a curarme este gran dolor… Rafael Escalona
Si bien no hubo una intervención directa de aquel sicario adolescente para apoyar mi aseveración, fue más que suficiente su acto demencial, reflejo de la barbarie que en ese entonces nos superaba, para llevarse la vida de la vieja en el mejor diagnóstico popular: de una impresión. La niña Leti murió con los ojos cerrados, las manos tranquilas y perfumada en colonia Maria Farina que se aplicaba copiosamente para refrescar el calor de mediodía junto al radio. Metida en su vestido blanco de algodón puro y recién bañada, había terminado las tareas simples y tranzado en las discusiones leves que generaban los vueltos del mandado, la comida del loro, el maíz de los pollos y la eterna rutina loca de obtener, algunas veces tras una enorme pataleta, los dos mejorales diarios que le había recetado el Dr. Daza por allá en el año 45 y para sabe Dios qué dolencia.
La casa se vistió de negro. Pacho, el loro que fruto de la inquebrantable paciencia de mi prima Sofía presumía un extenso repertorio de pasodobles calló su retahíla como si entendiera a las claras lo que sucedía. Ni siquiera una llovizna vespertina atizó sus impulsos de juglar en cautiverio y se arrinconó en una rama alta del palo de mango en la que se apertrechó con decisión. Se silenciaron el piano de mi abuelo y los radios de la servidumbre. El murmullo de los rezos, los rosarios, las avemarías y los padrenuestros invadieron el ambiente. El inacabable desfile de parientes, el luto, el llanto. Mi abuela, inmensa en su estampa de matrona caribeña, atendió incólume en su hermosa dignidad cada uno de los pormenores del entierro de su hermana. Sorteó casi con gracia los comentarios tontos de los imprudentes, atendió uno por uno a los dolientes, consoló en donde fue necesario y consiguió que el cardenal Valsalice oficiara una misa cantada que resultó en definitiva más extraña que conmovedora. El entierro, enorme desfile de años en poder de tanto viejito, transcurrió en relativa calma y de no ser por algún desmayo a expensas del calor y la tristeza, o del alarido lastimero de alguna espontánea plañidera, las cosas hubieran transcurrido sin sobresaltos. Morir cuando se es tan anciano carece de sorpresa, aún si sucede de repente.
Fue más que suficiente su acto demencial, reflejo de la barbarie que en ese entonces nos superaba, para llevarse la vida de la vieja en el mejor diagnóstico popular: de una impresión.
El día siguiente amaneció fresco. El sol se metió en la casa como pidiendo permiso. Mi abuela en luto riguroso atendió un par de inoportunas visitas de pésame y alguna llamada telefónica. Seguida al centímetro por la señora Anita, la empleada boyacense que le sirvió devotamente toda la vida y de su hija, la quinceañera cuyo padre desapareció del mapa en el mismo momento de engendrarla, puso la casa en orden y deshizo amargamente los pasos cotidianos de su hermana mayor realizando sus labores inocentes y en algunos casos innecesarias. Repasó en momentos tanta vida como le fue posible. Recordó agradecida a la buena compañera que un día se acomodó bajo su techo y apellido, y que en un triunfo de la sangre sobre el amor envejeció en la casa sin el consentimiento de mi abuelo y sin mediar jamás con él una palabra. Se paseó por su borrosa infancia en “La Florida”, la finca cercana a Baranoa que recuerdo enorme, blanca y llena de balcones y cuartos con un piano de cola y su araña de cristal de Bacarat. Lloró por momentos en silencio y después de organizar el almuerzo y hacer una pequeña siesta de la mano del viejo, se distrajo en el intento, sin éxito, de atraer el loro con toda suerte de manjares y lisonjas. De pronto, prematura y mecánicamente se encontró caminando por el corredor con paso decidido y alma fuerte hacia el cuarto de su hermana.
En el sopor de las tres de la tarde el aire caliente del cuarto cerrado la golpeó en la cara como si quisiera impedir la profanación de ese recinto que en secreto se mantuvo intocado por manos ajenas durante tantos años. Celosamente mi tía Leticia defendió su territorio de cualquier escrutinio y levantó una fortaleza inexpugnable con candaditos Yale para el clóset y un escaparate antiguo de grandes cerraduras que fue durante toda mi niñez el reto máximo de las curiosidades infantiles. Abrió la ventana que daba al callejón y entró una brisita suave que no refrescó en absoluto. La cama de bronce, fraguada en un famoso taller francés y vacía desde ese día para siempre, entristeció el ambiente. Ahí estaba el resumen de los días de Leticia, su radio y su altarcito con reclinatorio en el que se destacaban una estatua del Divino Niño y una de María Auxiliadora junto al montón de estampitas de cuanto santo canonizado y por canonizar se atravesaba por sus necesidades. Por su fe inocente y buena. Juntó fuerzas y apuntó temblorosa las llaves que permanecieron en el corpiño de su hermana durante los últimos cincuenta años, y se dispuso sin afán y con toda la tristeza del mundo a ordenar sin interés alguno la vida y las cosas de Leticia deshaciendo de paso los misterios. En el clóset encontró, en perfecto orden, el duro testimonio de la vida solitaria de una vieja solterona. Mi tía Leticia guardó lutos menores por el fallecimiento de media Barranquilla. Siempre vestida en popelina y algodón de tonos graves no producía asombro alguno verla cualquier día tapada en negro por la muerte de alguien casi desconocido. Eso sí, cuando se trataba de algún pariente era capaz de sumirse en luto riguroso durante muchos meses e incluso años.
Mientras mi abuela apesadumbrada acomodaba en cajas para la beneficencia las sencillas pertenencias de su hermana se evidenció el transcurso de la vida monacal de la mayor de las Insignares. Prendas que le enviaba algún “sobrino” desde el extranjero y que nunca usó en virtud de los colores por respeto a su condición de “mujer decente”. Sedas averaguadas y tafetanes, algunos sombreros que guardados en cajas y envueltos en papel de arroz conservaban aún las etiquetas de compra, abrigos de grueso pelaje como testimonio de algún olvidado invierno europeo y un inmenso ajuar de sábanas, fundas de almohada y mantelitos bordados a mano con siglos de historia entre otras mil y una fantasías de tela. Acomodado en cajas de galletas y de chocolates apareció el tesoro pirata de mi infancia: una inmensa colección de bisutería y joyas de fantasía que nunca se puso impedida por la sencillez de su espíritu. Además, zapatos viejos sin usar, enaguas y delantales.
Mientras mi abuela apesadumbrada acomodaba en cajas para la beneficencia las sencillas pertenencias de su hermana se evidenció el transcurso de la vida monacal de la mayor de las Insignares.
El escaparate era un mueble inmenso. Con aire de fortaleza medieval se erguía impresionante en el fondo del cuarto. Dos lunas de espejo de cristal de roca a lado y lado con seis gavetas altas, tres y tres, separadas por una enorme puerta que se abría con una oxidada llave de sanpedro.
En él, ropa y más ropa. Recortes de todas las clases de tela, desde finos letines franceses con los que mi abuela vestía para el altar y en elaborados diseños a toda la sociedad de su momento, hasta inútiles tiritas de dacrón y terciopelos que se usaba en los disfraces de las comparsas y vestuarios de ballet que diseñó durante años con gracia y maestría para los carnavales. Cientos de botones de marfil y ébano. Muchos de plástico y de madera revueltos en cajas repletas de tarritos con lentejuelas, frasquitos de escarchas de colores y bolsitas de canutillos que siempre desaparecieron misteriosamente del taller de costura. Pinturas para tela, tijeras de todos los tamaños, metros, reglas, hilos, tizas. Todo en grandes cantidades. Había una inmensa colección de polvos cosméticos Coty y más de veinte jabones Reuter que se regalaban entre las viejitas para cada aniversario. En una de las gavetas, mezclada con revistas de moda y patrones de costura estaban los álbumes de recuerdos que guardó con celo particular. Una por una las fotos viejas, un daguerrotipo de tío Aquileo, el mayor de sus seis hermanos desaparecido capeando un vendaval en el Bajo Magdalena con su bigote francés y su sombrero de explorador, una instantánea en Miami de la familia de mi tío Patricio con Chacho, el hijo homosexual que murió asesinado por su amante un jueves de carnaval con el lacónico: “Para tía Leticia con cariño”, los matrimonios y los bautizos ajenos, yo mismo en blanco y negro montado en mi patineta Hoover retratado con la opulenta felicidad de los nueve años, más primos y más parientes, su hermano Nicanor con un pargo de treinta libras como sólido trofeo de un domingo de pesca en Sabanilla, más sobrinos y mensajes desde lejos para la tía. De fulano o de zutano, ella, siempre la tía.
Consumida en el calor terminó de repartir mi abuela con tristeza las pocas tristezas de su hermana. Del escaparate y sus gavetas, en bolsas de papel y de plástico de todos los tamaños, calidades y procedencias, surgieron muchas otras cosas. Maravillosas y simples, unas útiles, otras no tanto, recuerditos varios, cartas que daban tristeza y rarezas definitivamente graciosas. En fin, las cositas de la vieja.
Pero fue entonces cuando en un rincón al fondo del mueble y disimuladas tras un rollo de muselina para mosquitero, se desvelaron cuatro bolsas de almacenes “El Vivero” amarillas y grandes. Las manos de mi abuela desataron uno por uno unos nudos fáciles y ante sus ojos aparecieron los montones, los miles de sobres de Mejoral que mi tía Leticia había exigido diariamente y con vehemencia durante tantos y tantos años. Puedo sentir el escalofrío que recorrió su espalda. La imagino sentada en la cama “bajando” el mareo, recuperando el aire. En un soplo recordó las rutinas locas, las rabietas y las poses variadas y casi truculentas con que exigía el Mejoral que se “tomaba” antes de dormir la siesta y revisó con detenimiento la situación para descubrir estupefacta que jamás, ni un solo día de los últimos cuarenta años la había visto tomar la bendita pastilla. En sobres de dos grageas, muchos de cuatro y en tiras de doce que le compraban algunas veces para apaciguar por varios días sus clamores, se calcularon con facilidad más de diez mil mejorales. Yo, haciendo sumas elementales pienso en doce o catorce mil pastillas de aquella panacea antigua, mezcla de 500 mgs de ácido acetil-salicílico y 30 mgs de cafeína, que extraoficialmente era utilizada como cura milagrosa para el mal de ojo o la picadura de culebra. Docenas y docenas de ese medicamento antipirético y analgésico más pequeño en tamaño y color que una Aspirina, que “picado” dentro de un Lucky Strike producía al fumarse una “traba” fenomenal, doy fe, y que en los estratos populares era utilizado incluso como contraceptivo.
La niña Leti envejeció dedicada a un rosario interminable que rezó con devoción al tiempo que aumentaba el volumen de su secreto. Fue en todo el sentido de la palabra una mujer buena que abrigada en la pureza de su cuerpo y de su alma mereció al morir lágrimas y congojas. Nunca conoció el amor de hombre por esperar al hombre equivocado y entre las obras de caridad de la iglesia del Divino Niño y las interminables labores cristianas de las Hermanas Carmelitas completó, sobrada de meritos, las necesarias indulgencias con que aseguró un lugar tranquilo entre las almas del cielo. Los mejorales fueron su debilidad, su extravagancia íntima y su único pecado. Inocente y puro como cada una de las culpas por las que rindió cuentas ante Dios ese mismo día al final del episodio.
Esa tarde refrescó como a las seis. Mi abuelo empecinado en recuperar a Pacho del voluntario confinamiento al que se había sometido, se sentó en el piano y rompió todas las reglas con un Liszt lento y quejumbroso. Bastaban unos cuantos acordes de cualquier instrumento para que el loro atravesara la sala con su paso cascorbo y su mirada inteligente. Entraba cantando y bailaba en el espaldar de una silla con un vistoso despliegue de plumas y enormes cualidades histriónicas. La música llenó la casa de un delicioso olor a rosas y al cabo de unos minutos, con su rutina en avanzada apareció el plumífero. Cruzó con temeridad el corredor en busca de un aplauso agradecido, pero en una impresionante demostración de efectividad la señora Anita lo sometió por el pescuezo y detuvo el concierto vespertino que en esa ocasión concluyó desde la jaula. Recluido por la fuerza en sus habitaciones, agraviado por el trámite ominoso de su detención y en un arrebato de rebeldía propio de su género y temperamento, decidió el artista romper las reglas a su vez y cantar un pasodoble del Gitano Señorón. Por toda la casa retumbó la melodía: Yo quiero ser torero, torero quiero ser…
Carlos Zagarra