Cada vez que pienso en el baile, crece en mí la idea que fui un niño recogido, que alguien pasó un día de marzo por el frente de mi casa, me metió en una caja de cartón, timbró y salió corriendo. Yo no sé cómo me crie, porque ni siquiera clasifiqué al apodo de “Platanitos”, que tenían mis hermanos mayores.
Mi mamá, bailaba y mi papá, tenía fama de buen trompo. Mis seis hermanos no es que fueran Nuréyev o Alicia Alonso, pero creo que nunca hicieron el ridículo. Les gustaban las fiestas y aún hoy, cuando se cae una tapa de olla en la cocina, salen a bailar.
Yo en cambio, fui negado (quiero decir, para el baile, porque entiendo que fui bautizado y notariado). Al principio, creí que era timidez, pero luego entendí- y acepté – mi escasa motricidad. Nulo. Soy un par de pies derechos y ni siquiera en mis peores borracheras, me atreví.
Mis seis hermanos no es que fueran Nuréyev o Alicia Alonso, pero creo que nunca hicieron el ridículo.
No era bonito, ni bailaba, por lo que aún no entiendo cómo es que no soy virgen. 1978 fue un año raro. Por un lado, estaba feliz de ver a Mario Kempes, a Luque y a Ardiles en el mundial de Argentina, de que Millonarios fuera campeón cuando yo aún era hincha y creo, creo, que estaba muy enamorado de Juanita Gaitán, a la que no le era indiferente. Por el otro, sufría y sufría mucho porque ese año y hasta finales de 1980, coincidían los cumpleaños de todas mis amigas, con todo lo que eso implicaba.
Ninguna capó fiesta de quince. Ellas con vestido largo y nosotros con corbata de cauchito. Yo nunca llevaba regalo, no por tacaño sino por pobre, pero me las ingeniaba para ponerle mi tarjeta a los que acomodaban en la mesa. Trago, poquito, pero aguado, pasabocas de paquete y el ponqué negro que nunca faltaba.
Yo, un poco masoquista, siempre iba y ahí aprendí lo que es el miedo que sonara la música y yo no supiera bailar. Me la pasaba de silla en silla para pasar inadvertido, pero como el botox en la cara, eso se termina por notar. De ahí creo que forjé mi cuerpo de flaco, porque cuatro horas sudando frío, adelgazan a cualquiera. Dejé de ir y para todo, me inventaba una disculpa.
No era bonito, ni bailaba, por lo que aún no entiendo cómo es que no soy virgen.
Luego, vino la universidad y fue como descubrir el hielo. También había fiestas, tampoco bailaba, pero empecé a leer, lo que se constituyó en mi salvavidas. Las feas y las de inteligencia un poco lenta, bailaban en trencito. Las otras, las que en verdad me interesaban, también leían – y tomaban, lo que era otro punto a mi favor- por lo que las horas se pasaban muy rápido hablando de Benedetti o de Galeano. Las que leían Focault o Mattelart, no contaban para mí. Saberse la Maza y Ojalá, sirvieron mucho. Además, estaba Gallito, uno de mis amigos que más quiero, que se tomaba hasta el agua del cilantro.
Ya en el trabajo, llegaron las fiestas de diciembre. Por cosas del destino, alcancé a ser jefe de algo, por lo que bailar no fue nunca una verdadera obligación.En realidad, las únicas veces que bailé sin ningún tipo de aprensión o de reparo, fue en las fiestas de quince de mis hijas, por las que haría cualquier cosa. Además, bailar vals, es como bailar merengue, pero un poquito más despacio.
Aun hoy, sigo sin bailar, pero ya no me importa. Lo que no entiendo bien es por qué cada vez que veo una caja de cartón, me dan unas ganas infinitas de llorar…