A ese Eduardo que todos tenemos como amigo…
Mis amigos me ven y corren, porque a un despechado se le escucha una vez, tal vez dos y si lo quieren mucho a uno, hasta tres, pero no más. Los despechados somos monotemáticos y aburridos. Si llueve contamos la historia de esa vez que nos mojamos con ella en esa calle y nos reímos. Si hace sol, la vez que se me quemó la cara y me regañó por no cuidarme. O la vez que fuimos a ese restaurante o el partido de la selección que vimos juntos cuando el fútbol se trataba de hacer goles. Y así con todo. Ser amigo de un despechado es difícil y por eso los pocos que se quedan entran en la categoría de héroes. Los míos mucho más, porque además soy llorón.
Un despechado tiene una memoria prodigiosa. Sabe a ciencia cierta si el capuchino que ella se tomó la primera vez que se vieron fue con leche entera o deslactosada o si la torta de chocolate que se comió estaba fresca. Un despechado sabe exactamente la fecha en que se fue, la ropa que llevaba, los motivos que no dio, la rabia que le dio por sus respuestas, las promesas que usted se hizo aquella noche o las ganas inmensas de llamar de madrugada.
Los despechados somos monotemáticos y aburridos. Nuestros amigos nos ven y corren a esconderse
Y es que hay despechados que se comen la tusa en soledad. Otros somos las reinas del drama. A mí, por ejemplo, se me nota mucho, porque ando triste todo el día, así me ría. Mi risa no es alegre. Mis amigos lo saben. Hay unos que me aguantan y me escuchan (Eduar, mi hermano, que pena por tanta “lora”). Otros oran por mí en silencio sin preguntar mucho (gracias Celita , gracias Manolo), otros descargan sus propias desdichas y me dan consejos que nunca usarían. Otros me dicen que me olvide, que yo valgo mucho, que me quiera, que suelte, que es su frase favorita.
Hay otro punto clave que hay que tener en cuenta: El despecho lo viven diferente hombres y mujeres. A una mujer despechada poco se le nota. Siguen la vida como si nada, porque el universo las dotó con capas inmensas de teflón. Y no es que no sufran, sino que lo disimulan mejor. De su dolor sólo sabe una amiga. Tal vez dos. Todo lo arreglan con una mascarilla y una visita al peluquero. No dejan ver su dolor porque para ellas de amor nadie se muere y el que se fue no hace falta sino que falta el que vendrá. Una mujer despechada nunca pide perdón, porque el orgullo las blinda. Si ellas la embarran, buscarán la forma para hacerlo sentir culpable. Solamente se acuerdan de lo malo, porque lo bueno que pasó lo hicieron ellas. Si una mujer pide excusas y lucha por volver a comenzar, no lo dude, se le salió su lado masculino.
Un tipo despechado, en cambio, le cuenta su dolor hasta al chofer de Trasmilenio, ruta fácil. Toma trago y se emborracha, llora y escribe libros y poesía, dedica canciones, hace ejercicio hasta morir y vuelve a Dios con promesas que incumple al tercer día. Come poco, ve series todo el día y toma vino del D1. Se repite hasta el cansancio que “uno vale”, que ya vendrán mejores días y que solo hay que quedarse con lo bueno. Y es que uno como despechado es muy cansón, porque mientras la otra persona está gozándose el olvido en Charlotte o en el barrio Carabelas, uno está acá buscando a un amigo al que joder con sus cuentos de dolor.
Una mujer despechada nunca pide perdón y si la embarran, encontrarán la forma de hacerlo sentir culpable
El despecho individual vaya y venga, pero el triste, el verdaderamente patético y terrible es el despecho compartido entre dos personas que aún se quieren. Son amores telepáticos de dos seres vencidos por el ego y la soberbia, dos personas que prefieren morir en soledad a buscar la fórmula secreta de arreglar lo que estropearon. Se convierten en fantasmas que se ríen con tristeza porque saben que la oportunidad se les pasó, la tortuga se escapó y por orgullo y vanidad andarán solos por la vida, así encuentren a alguien más. Todos lo saben, menos ellos, que esperan que el otro haga todo porque el orgullo está primero. Que sufra un poquito y después lo busco es su mantra. Luego, cuando ya es demasiado tarde se contentan con lo primero que la vida les ponga enfrente y así les va.
Y es que llorar por despecho es de las pocas dietas que no sabe a cáscara de piña. Yo, por ejemplo, estoy tan flaco que hasta los flacos me dicen flaco. Lo malo de mi tusa es la cuenta del agua, porque no hay un hecho cierto que compruebe que dos horas de agua caliente curen nada.
No sé ustedes, pero en medio de todo yo he sido feliz con mis despechos. Pocos pero buenos. Los que he tenido han valido la pena y cada lágrima, porque han sido por personas maravillosas, que me han enseñado y me han querido y a las que puedo hoy mirar a la cara y decirles que aún las amo, tal vez distinto, pero amor al fin y al cabo.
Bendigo mi despecho porque me ha enseñado a valorar las cosas que tenía. Aprendí- tarde- a apreciar a esas personas, a amarlas y desearlas, a aprender de mis errores, a entender que pocas veces tengo la razón. Fui feliz y no me di cuenta. Cuando estaba con ella quería estar en otro lado, no con nadie en especial sino sólo sin que nadie me jodiera. Hoy que duermo solo y con medias para el frío, me hace falta ese regaño porque me levanto muy temprano o ese sermón porque amarillo con morado no combina.
También, descubrí en mí cosas que nunca supe que podía, cambié cosas que hace tiempo debí haber cambiado y supe a ciencia cierta que entre más me quiero, más estoy dispuesto a dar. En fin, me merezco todo lo que me pasa, lo que me ha pasado y también, todo lo bueno que vendrá.