Todos los presidentes, en cualquier parte y en cualquier tiempo, suelen creer, en su infinita vanidad, en su inmodestia desbordada, que están ahí para mandar, para resolver, para disponer, para orientar. Líderes, se alcanzan a llamar. Pobrecitos. Que alguien les diga que no, que venga que no es pa`eso, que parcerito abra bien los ojos, que no nos importa lo que digan o lo que hagan, ni el color de sus banderas, ni su cara, ni su verbo, ni su tono.
La cosa es así: Los ciudadanos todos, los que votamos y los que no, los de ciudad y los del campo, los pobres, los ricos y por supuesto, los de la desvencijada clase media, nos desencantamos al tercer día. Algunos al cuarto o al quinto. Esa es la esencia de la democracia, porque ni esperanza ya tenemos. Desilusionarnos, emputarnos, escuchar un cuento, creerlo, darnos en la jeta con los amigos y vecinos, votar, creernos ganadores, celebrar y volvernos a desilusionar. Algo así como el mito de Sísifo, pero pagando impuestos.
Todos los presidentes, en cualquier parte y en cualquier tiempo, suelen creer, en su infinita vanidad, que están ahí para mandar
En realidad, los ciudadanos no esperamos nada y el que lo crea es muy ingenuo. O muy tonto. Los presidentes, en cualquiera de sus formas (presidente, gobernador, alcalde, congresista, director de junta de acción comunal o presidente de asamblea de conjunto) están ahí para ser nuestros muñecos vudú, monigotes con los cuales desquitarnos, figurillas de ocasión, marionetas que quitamos y ponemos, que odiamos y queremos, que ensalzamos o puteamos, según nos venga en gana.
Tipos o tipas a los que culpamos- con razón o sin razón- de todo aquello que nos pasa, que acusamos de lo malo y lo perverso que ocurra en nuestras vidas, que inculpamos de aquello que hacen y de todo lo contrario. No los queremos para más y por eso es que terminan como terminan. Viejos, acabados, canosos, llenos de plata y de odios, con la mirada triste, pero, sobre todo, aliviados de saber que ya se van, aunque sigan dando lora. Hay unos descarados que se atreven a pedir repetición, pero esos, generalmente, terminan chirosos y olvidados, porque ser alfiletero colectivo, es cosa seria.Los tiranos, en cambio se engordan y se vuelven fofos y amargados.Y así terminan, olvidados y con sífilis, en una isla del Caribe.
Los mejor es hacernos pasito, porque los ciudadanos somos una especie de bokors sin saberlo (el bokor es la encarnación del especialista vudú en técnicas para causar daños mágicos a determinadas personas, mediante la manipulación con agujas o con fuego de figurillas de cera, hasta convertirlos en zombis). Podrán robarnos y subirnos los impuestos, meternos en guerras o crecer el desempleo, nombrar a sus amigos y abusar de su poder, pero nosotros sabemos que su risa es apenas un rictus de dolor. Como cuando uno se clava un alfiler. O se lo clavan…