El fútbol, está bien. El sexo, una maravilla, pero de lejos, los mejores recuerdos de mi vida son aquellos que se han dado en torno a la comida.
Soy un bendecido porque nunca me he acostado sin comer. En mi casa paterna, no sobraban muchas cosas, pero siempre hubo lo suficiente para alimentar a siete vagos. Mi madre, era una especie de mariscal de campo, que ordenaba y disponía. Al final, siempre había algo especial, sobre todo los domingos. A los menores, siempre nos tocaba la segunda tanda de la mesa, pero no importaba, porque lo verdaderamente importante era lo que pasaba cuando acabábamos de comer. Horas y horas de charlas interminables aceitando una costumbre muy de mi familia: criticar a todo el mundo.
Los mejores recuerdos de mi vida son aquellos que se han dado en torno a la comida.
En ese época yo no cocinaba un vaso de agua. Un hombre en la cocina era muy de mariquitas, decían los abuelos. Sin embargo, me casé y la cocina se volvió en un acto de supervivencia. Con errores, aprendí lo básico: Un arroz, unos huevos, unas papas y una carne. Y salió medianamente bien. Luego llegaron mis hijas y el cocinar se convirtió en un acto de amor. Poco a poco me fui perfeccionando y mis hijas fueron felices. O por lo menos eso dicen.
Pasados los años y luego de una separación amistosa, me volví a enamorar de una mujer maravillosa, que aún amo. Por esas cosas de la vida, en esa familia, todo giraba en torno a la comida y al juego del parqués. Lo segundo me mamaba, pero para lo primero siempre estaba listo. Ni a mi esposa ni a mis cuñadas, (excepto la mayor experta en arroz de leche y la persona más amable que conozco) ni mucho menos a mi suegro, les gustaba cocinar, por lo que la responsabilidad recaía siempre en mi concuñado de ese entonces y en mí. A él le criticaban la abundancia de sus platos porque nunca entendieron que era una forma de decirles el amor que les tenía. En torno a un plato de sopa, o una comida cualquiera, nos reímos muchas veces, arreglamos el país sin mucho éxito y discutimos por bobadas. Éramos felices y lo sabíamos.
Yo empecé a cocinar, la primera vez que me casé
Supe que mi esposa me amaba, cuando aprendió a hacer arroz. Nunca me importó si estaba rico o feo, si estaba duro o blanditico, si tenía sal o era insípido. Solamente veía y veo, un acto amoroso, casi sensual. Paradójicamente, también supe que el final de nuestro matrimonio estaba cerca, cuando empezó a criticarme la comida. Que muy salado, que muy dulce, que muy frío, que grasoso, que quemado. Yo no sé si cocino rico o feo, lo que sí sé es que cada cosa que hago, la hago con amor. Fue el principio del fin.
Noah Harari sostiene en su “De animales a dioses” que las primeras civilizaciones se dieron en torno a la comida y a las historias. Y viendo a las familias que me han tocado, creo que tiene toda la razón.
Hoy cocino para mí, que no es lo mismo, pero en el proceso de quererme, la cocina está presente. Cuando me haga un platillo delicioso y lo disfrute plenamente, sabré que estoy al otro lado, aunque aún me falte el arroz que ella me hacía…