Hay una pregunta que late debajo de casi todo lo que hacemos: ¿por qué ya nada dura? Los trabajos son temporales, las parejas se evaporan, los planes a futuro suenan a ciencia ficción. Vivimos en modo provisional, como si estuviéramos acampando en nuestra propia vida. Y lo peor es que ni siquiera nos sorprende.
Zygmunt Bauman —un sociólogo polaco que murió en 2017 después de haber sido echado dos veces de su país, primero por los nazis y luego por los comunistas— dedicó los últimos años de su vida a explicar exactamente eso. Su diagnóstico fue brutal y preciso: vivimos en una sociedad líquida. Y líquido no significa libre. Significa inestable, resbaladizo, sin forma definida. Significa que el suelo se mueve todo el tiempo bajo tus pies.
Durante casi dos siglos, desde la Revolución Industrial hasta más o menos los años setenta, el mundo funcionó como un bloque sólido. Pesado, rígido, pero predecible. Conseguías un trabajo y era para toda la vida. Te jubilabas con pensión. Las instituciones —el Estado, la fábrica, la familia— eran estructuras de hierro que te contenían y te aprisionaban al mismo tiempo
Entonces algo se quebró. La globalización, la tecnología, la desregulación de los mercados. El capital —que antes estaba atado a las fábricas, a los territorios— aprendió a volar. Ahora puede irse a China, a Bangladesh, a donde la mano de obra sea más barata y las leyes más flexibles. Pero los trabajadores siguen clavados en el suelo, esperando que algo vuelva.
Esa es la clave del asunto, según Bauman: el capital y el trabajo estaban casados en la modernidad sólida, mutuamente dependientes. Pero el capital pidió el divorcio y se largó. Dejó al trabajo con los hijos (el desempleo, la precariedad, el miedo) y sin pensión alimenticia.
Y ahí comenzó el derretimiento. Las estructuras sólidas empezaron a licuarse. El empleo estable se convirtió en «flexibilidad» —que es una palabra bonita para decir que te pueden echar cuando quieran—. Las identidades fijas se volvieron proyectos que hay que reconstruir todos los días. El futuro, que antes era una línea recta hacia el progreso, se convirtió en un signo de interrogación gigante.
Lo que Bauman vio con claridad es que ahora vivimos en un estado de incertidumbre permanente. Ya no construimos catedrales que duren siglos. Vivimos en carpas, en estructuras provisionales que podemos desarmar mañana mismo. O que se desarman solas.
El motor que alimenta todo este caos no es el trabajo, como en la modernidad sólida. Es el consumo. Antes te definías por lo que producías. Ahora te defines por lo que compras. Bauman lo dijo sin filtros: en la sociedad actual, todas las formas de ser feliz pasan por una tienda.
Pero aquí viene la trampa. El sistema no busca satisfacerte. Busca mantenerte eternamente insatisfecho. Compras algo, sientes alivio por media hora, y después necesitas otra cosa. Es un ciclo diseñado para que nunca llegues: deseo insatisfecho, compra rápida, nuevos deseos. Una y otra vez.
Esa lógica del usar y tirar no se queda en los centros comerciales. Se infiltra en todo. En cómo pensamos el trabajo (si no funciona, cambio de empresa). En cómo pensamos la identidad (si no me gusta quién soy, me reinvento). Y, lo más brutal, en cómo pensamos las relaciones.
Aquí es donde Bauman se pone realmente incómodo. Porque el «amor líquido» —el concepto que lo hizo famoso entre gente que nunca había leído un libro de sociología— no es una metáfora poética. Es un diagnóstico clínico de cómo estamos tratando a las personas que supuestamente amamos.
La lógica es simple y devastadora: si aprendimos a consumir productos de manera compulsiva y a desecharlos apenas pierden novedad, ¿por qué no aplicar la misma fórmula a las personas?
Las relaciones ya no son relaciones. Son «conexiones». Y la diferencia no es semántica. Una relación implica compromiso, trabajo, aguante. Implica quedarse cuando las cosas se ponen difíciles, ceder, negociar, construir algo juntos. Una conexión, en cambio, es algo que enchufas y desenchufas cuando te conviene. Como el Wi-Fi.
Bauman lo explica con una imagen perfecta: nos comportamos como agentes de bolsa evaluando una inversión. Calculamos costos y beneficios todo el tiempo. Si la relación requiere demasiado esfuerzo para poca satisfacción, si las «acciones» ya no prometen rendimiento, simplemente abandonamos la inversión y buscamos otra.
El problema es que esa lógica genera exactamente lo que intenta evitar. Nadie quiere estar solo, entonces buscas una pareja. Pero la abordas con la mentalidad del inversor: ¿esto me conviene? ¿Cuánto voy a tener que poner? ¿Qué pasa si me sale una mejor oferta? Y esa desconfianza, ese cálculo permanente, garantiza la inseguridad. Porque sabes que la otra persona tiene exactamente el mismo derecho a «desconectarse» cuando se le dé la gana.
Es una paradoja brutal. Intentas curar la soledad con una herramienta que solo produce más soledad.
En el corazón del amor líquido hay un miedo: el miedo al compromiso. Comprometerse suena a trampa, a perder opciones, a quedarte atrapado. En una sociedad que te entrena para maximizar la libertad individual, para mantener siempre abiertas todas las puertas, el compromiso es casi una herejía.
Pero Bauman sabía que ahí había un problema de fondo. Los seres humanos necesitamos dos cosas para ser felices: libertad y seguridad. El amor líquido maximiza la libertad (puedes irte cuando quieras) pero destruye la seguridad (no puedes confiar en que el otro se quede). El resultado no es la felicidad. Es la ansiedad crónica.
Vivimos en un estado de hipervigilancia emocional. Revisando señales, midiendo el interés del otro, calculando si vale la pena invertir más. Y mientras tanto, las aplicaciones de citas te recuerdan que hay miles de opciones más a un swipe de distancia.
Las redes sociales y las apps de citas no crearon el amor líquido. La lógica ya estaba ahí, en el consumismo, en la flexibilización, en la cultura del descarte. Pero estas tecnologías funcionan como la infraestructura perfecta para ese mundo.
Tinder, Instagram, las notificaciones de WhatsApp: todo está diseñado para la «conexión» rápida y superficial. Para que enchufes y desenchufes. El scrolling infinito en una app de citas es la literalidad más cruda de esa lógica: personas como productos en un catálogo. Si no te convence, deslizas. Siguiente.
Y lo que pasa en las pantallas contamina lo que pasa afuera. Las relaciones se vuelven performáticas. Se valora la imagen por sobre la profundidad. Todo es velocidad, impacto visual, gratificación inmediata. Nadie tiene paciencia para construir algo lento.
Bauman vio con claridad que estas plataformas no son neutrales. Educan. Te entrenan en una forma de vincularte donde las personas son reemplazables, donde nada es permanente, donde el descompromiso es un derecho que podés ejercer en cualquier momento sin dar explicaciones.
Si tus relaciones no funcionan, es porque haces algo mal. No porque estés navegando en un sistema diseñado para la desconexión. Es tu fracaso personal, no un fallo colectivo.
El miedo líquido que no se ve pero está ahí
Toda esta incertidumbre genera algo que Bauman llamó «miedo líquido». No es el miedo a algo concreto, como una guerra o una crisis económica específica. Es un miedo difuso, pegajoso, que se mete en todos los rincones de tu vida.
Miedo a perder el trabajo. Miedo a no ser suficiente. Miedo a quedar obsoleto. Miedo a que te reemplacen —en la oficina, en la pareja, en la vida—. Es un miedo que no se nombra pero que está ahí, latiendo debajo de todo.
Y ese miedo no es accidental. Es un mecanismo de control. Si la modernidad sólida te controlaba con estructuras rígidas —la fábrica, el ejército, la prisión—, la modernidad líquida te controla con la angustia. Te mantiene despierto en la noche, preguntándote si estás haciendo lo suficiente, si sos lo suficientemente ágil, si vas a poder seguir el ritmo.
Bauman también entendió que la liquidez no es igual para todos. Hay una nueva jerarquía global, y la explicó con dos figuras: los turistas y los vagabundos.
Los turistas son la élite. Se mueven por el mundo cuando quieren, eligen sus destinos, consumen experiencias. Su movilidad es voluntaria y es su fuente de poder. Los vagabundos, en cambio, son los parias. Refugiados, migrantes económicos, o peor aún, personas atrapadas en lugares de donde el capital ya se fue. Su movilidad es forzada, o directamente no existe.
Bauman no era optimista. No ofrecía soluciones fáciles ni recetas de autoayuda. Su trabajo era diagnosticar, poner el dedo en la llaga, nombrar lo que todos sentimos pero no sabemos explicar.
Vivimos en una época donde todo es provisional. Los trabajos, las ciudades, las parejas. Nos movemos rápido, pero no sabemos hacia dónde. Maximizamos la libertad, pero nos sentimos profundamente inseguros. Conectamos con cientos de personas, pero nos sentimos solos.
Y en el amor, que es lo más íntimo que tenemos, aplicamos la misma lógica del supermercado: usar y tirar. Evaluamos a las personas como si fueran productos. Las «desconectamos» cuando ya no nos sirven. Y después nos preguntamos por qué nos sentimos vacíos.
Bauman nos dejó un mapa para entender ese desconcierto. No un mapa con respuestas, sino con preguntas mejores. ¿Es posible construir algo duradero en un mundo diseñado para la fugacidad? ¿Podemos amar en profundidad cuando todo nos entrena para la superficialidad? ¿Hay forma de salir de la lógica del consumo sin salirnos del mundo?
No sé si hay respuestas. Pero al menos, gracias a Bauman, podemos ver con claridad el problema. Y ver es el primer paso. Quizás el único que realmente importa.