Y es que ninguna relación se acaba por la pelea de la noche anterior. El desamor o la impotencia se cocinan día a día, con el pequeño disgusto, la pequeña intransigencia, la palabra mal dicha, los silencios que destruyen, los celos que deshacen, los gritos que demuelen. Tampoco hay villanos únicos porque toda relación, para bien o para mal, se construye o se destruye entre los dos.

Cada quien se va como puede o como quiere. Tirando la puerta, a los gritos, maldiciendo o peor aún, optando por el silencio como la mejor manera de arrasar a quien se quiso. Otros optan por pensar en los errores cometidos, por pedir perdón en forma explicita, por recoger los pedacitos y mirar hacia adelante como la mejor manera de honrar lo que se tuvo. Las despedidas, a la larga, hablan del que se va, pero también del que se queda, porque irse es una decisión- lo mismo que quedarse- que no hacen buena o mala a una persona. Uno se va porque no puede quedarse, porque no quiere quedarse o porque simplemente el amor, de uno o de otro, se convirtió en otra cosa o porque tal vez, nunca fue lo que los dos soñaron.

Creo con todas mis entrañas, que a las ex parejas no hay que graduarlas de enemigas, pero tampoco en sitios de alquiler para quedarse a vivir por siempre en ellas. Con seguridad y a pesar de lo malo que parezca en un principio, fueron muchos los momentos buenos que vivieron y a esos hay que aferrarse con las uñas y no soltarlos nunca.

Irse bien es nuestro seguro de vida, nuestra póliza de tranquilidad. Los otros pueden irse a las patadas o en silencio, poco importa. Es su propia decisión y siempre habrán razones, así como cuando en algún momento nos amaron o por lo menos lo dijeron…

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