Fuimos una familia clase media-media con sueldo de empleados. Siete hermanos y sin perro. Y sin carro. Mi papá era un tipo bueno, de palabra, de esos viejos de antes, que tenían la costumbre ancestral que, de su almuerzo o su comida, repartía pequeños bocaditos a la prole. En el ritual, los hijos, de mayor a menor, hacíamos fila para recibir esa muestra de cariño. Lo curioso es que, en la repartija, no entraba nunca mi mamá.
Era un gesto amoroso, sin duda, pero también tenía que ver, creo yo, con el papel de proveedor dado a los hombres, una visión sin duda patriarcal y machista, heredada de la tradición católica de honrar a padre y madre (padre, especialmente).
Fuimos una familia clase media-media con sueldo de empleados. Siete hermanos y sin perro. Y sin carro
Cocinar nunca, porque “los hombres en la cocina olían a rila de gallina”. Los señores de la casa salían a trabajar, en tanto que las mamás se quedaban en la casa, haciendo oficio y cocinando. O pariendo. Era raro, muy raro, que las mujeres trabajaran por fuera del hogar. Mi madre fue una de ellas.
En muchas familias clase media como la mía, existían “las muchachas del servicio”, las de “adentro”, que las señoras, incluida mi mamá, se sonsacaban una a otra con descaro. Dígase lo que se diga, esa era una forma de esclavitud 24-7 con salida cada quince. Tengo un hermano que habla de su “nana”, una forma edulcorada y casi tonta de nombrar esa forma de opresión y que incluso hoy, haría revolcar a mi madre, en su vejez tranquila de seguidora de novelas turcas por las tardes. Eran mujeres buenas y camelladoras, campesinas pobres empujadas a las ciudades por sus padres. Se curaban las cortadas con café y no tenían derecho a enfermarse ni al descanso. Yéndoles bien, terminaban embarazadas de algún policía amigo y en el mejor de los casos se convertían en la “de por días”.
En muchas familias clase media como la mía, existían “las muchachas del servicio”, las de “adentro”, que las señoras, incluida mi mamá, se sonsacaban una a otra con descaro.
Volviendo a la comida, se servía en punto y se comía en familia. Todos se sentaban a la mesa y por eso los comedores eran grandes. Jugo, sopa, seco y dulce de fruta de cosecha. A mi papá, siempre de primero con el pedazo de carne más grande. Los menores, (o sea yo) siempre de últimos, sin derecho a la protesta. Pollo, solamente se comía en ocasiones especiales o cuando mi viejo llegaba con sus Andinas de más en la cabeza.
Eran tiempos distintos con pañales de tela y un solo televisor por casa. Se estrenaba dos veces por año- cumpleaños y navidad- y por eso, soltar un dobladillo era motivo de alegría. Vacaciones a Melgar o Girardot y gota a gota con el tendero de la esquina. Teléfono negro de disco y directorios blanco y amarillo que cambiaban cada año. Se gritaba en las llamadas de larga distancia y se marcaba al 17 para saber la hora exacta. Se hervía la leche de cantina y los huevos eran blancos de dos yemas.
Muchas cosas han cambiado sin duda. pero en el fondo estoy creyendo que el mundo estaría un poco mejor si los papás hubiéramos seguido dándoles bocaditos a los hijos…