Deshacerse de un libro es un proceso doloroso, algo así como decirle adiós a una persona que se va muy lejos y tal vez no volverá.
No voy acá a decir que he sido un gran lector o que hubo un libro que cambió mi vida, porque como las personas que conozco, tal vez lo hicieron todos. No leí el Quijote de la Mancha y El Principito se me hizo aburrido. Tampoco tuve un papá que me leyera, ni un profesor que me indujera a la lectura. En el colegio era más vago que genio y más perezoso que aplicado.
No leí El Quijote y El Principito se me hizo aburridor
Sin embargo, y como muchas otras cosas importantes en la vida, empecé a descubrir los libros y la música de manera intuitiva, casi inconsciente. Nunca fui pobre, pero en mi casa de siete hijos y dos padres empleados medios, nunca nos faltó nada, pero pues mesada, lo que se dice mesada ( es decir una platica extra que nos daban a los hijos como premio) nunca hubo, por lo que aún no me explico cómo empezaron a llegar a mis manos los primeros discos de Quilapayún y Víctor Jara y mis primeros libros de García Márquez y Samper Pizano.
Así a la distancia, la única explicación que tengo es que en esa época yo era algo así como el rappitendero de la casa,por lo que fueron muchas las monedas de vueltas que no entregue y muchas las carteras que esculqué.
Llega un momento en la vida en que hay que escoger entre los libros y uno
Luego entré a la universidad y de a pocos mi biblioteca fue creciendo en forma paralela a mi colección de discos: Oriana Fallaci, Borges, Cortázar, Camus, Capote, Fontanarrosa, Quino, Castro Caycedo, Eco, Cardenal, Wolfe, Antonio Caballero y por supuesto y por encima, Benedetti y Galeano se pelearon un espacio con mis discos de la Nueva Trova, Silvio y Pablo, salsa en todas sus versiones, Sui Generis y por supuesto, Fito Páez. Para un tipo como yo, de pocos amigos, amante del fútbol y de repeso nulo para el baile, los libros y los discos, fueron una compañía insuperable.
Muchos de ellos, los compré, otros me los regalaron, pero debo aceptar que una gran parte, me los robé en forma descarada. La fórmula siempre fue fácil: pedirlos prestados y embolatar su devolución apelando a la desmemoria de sus dueños. Así logré tener una buena cantidad, aunque muchos, ni siquiera los leí. Luego apareció internet y las cosas cambiaron para siempre. Yo, que escribo y vendo libros – no tantos como quisiera, ni tan poquitos como los que no me quieren suponen- sé lo que es parir un libro. Hay buenos, malos y regulares, interesantes y aburridos, insufribles o apasionantes, pero a la larga eso es apenas un punto de vista porque soy de los que creo que cada libro es auto- ayuda ( sí quiero) o bazofia ( sí decido).
De ese tiempo para acá, me he trasteado varias veces y sin excepción, lo primero que he empacado han sido mis libros y mis discos. Antes, fue fácil porque siempre hubo espacio, pero ahora no hubo más remedio. Eran ellos o yo, y mi amor propio será poquito pero es mío, por lo que me decidí por mi.
El proceso no fue fácil, porque como he dicho, cada libro tiene su historia, su circunstancia, su tiempo y su razón de ser. Descarté de entrada las enciclopedias. Luego los libros de texto y los libros de lujo. Finalmente, aquellos de los que no me acordaba los detalles de la forma en que llegaron a mis manos. Y así, fueron quedando los de siempre, como la vida misma, como en la atardescencia cuando uno se queda con los amigos que son y que siempre han sido.
Aún me quedan mis discos, pero esa será otra historia…