Somos un país de odiadores profesionales. Acá detestamos porque sí y porque no, porque nos dijeron o porque se quedaron callados, por blancos o por negros, por ser de izquierda o ser de derecha, por joven o por viejo, por hombre o por mujer, por ricos o por pobres. El motivo, poco importa.
Vivimos una especie de neurosis colectiva, de histeria social, de neurastenia nacional, en la que poco importa pasar por encima de los otros, de borrarlos, de tacharlos y despintarlos si se puede.
Acá odiamos porque sí y porque no, por blancos o por negros, por joven o por viejo
De política, mejor ni hablar porque la podredumbre se la ha tragado y en esa discusión pareciera que vale todo, no hay límites ni fronteras. Sin embargo de la violencia silenciosa, esa que practicamos a diario en el susurro, en la complicidad del secretismo, en la confabulación del cuchicheo, poco hablamos y preferimos pasar de agache, como si eso no importara.
Creemos que los violentos son los otros, los que matan y asesinan y nos metemos la mentira que hablar mal de las personas, criticarlas porque nos da la gana, murmurar acerca de su honra y de sus bienes, eso no es violencia, sino pura idiosincrasia.
Nos sentimos los reyes del mundo, lo mejor de lo mejor. Y no
Descalificar, es todo lo contrario, es decir, calificar, juzgar desde nuestra moral y nuestra estética, adjetivar desde nuestra supuesta rectitud, nuestra presumida integridad, nuestra probidad, nuestra virtud y nuestra decencia. Lo que no se parezca a lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos y decimos, está mal, es motivo de burla o de escarnio.
Nos sentimos los reyes del mundo, las últimas ruanas de Chiquinquirá, lo mejor de lo mejor Y no. Somos unos más. Tan viables y tan posibles como otros.