El reto, comenzar a cambiar la mentalidad del día a día al del semanario. Y al comienzo, hay que reconocerlo, no fue fácil, pues desprenderse de lo que se venía haciendo durante casi 15 años requería de grandes esfuerzos. En ese periodo, hay que decirlo, no sólo El Espectador era el ‘perdedor’; también lo era el país porque al menos en Bogotá se estaba perdiendo la oportunidad de tener dos versiones de los acontecimientos, porque no hay nada más importante para los medios de comunicación que una sana competencia. Porque a veces un mismo hecho puede ser visto de diferentes maneras y si no existe la posibilidad de comparar se corre el peligro de no conocer una verdad.
Y voy a dar un ejemplo que me involucra directamente y que me sirve para ejemplificar lo anterior, hecho que me trajo de nuevo problemas con las directivas del automovilismo. Se dio en las Seis Horas de Bogotá del año 2000, competencia que desde mi punto de vista fue un completo desorden, pues se fue la luz por más de una hora y los resultados cambiaron de forma inexplicable y al final de la prueba no se sabía quiénes eran los ganadores de la carrera. La competencia tituló “una carrera digna del cierre de milenio”, mientras yo, y confieso que a veces pienso que fui demasiado fuerte, escribí que las Seis Horas habían sido un ‘sancocho’.
No hay nada más importante para los medios de comunicación que una sana competencia.
Pero bueno, al margen de este hecho, El Espectador fue buscando su espacio y consolidándose como semanario, pero para recuperar las pérdidas del pasado las directivas decidieron vender las instalaciones del periódico a uno de los concesionarios más importantes de la marca Chevrolet, Continautos, noticia que al menos para mí, y sé que para muchos de los que hemos hecho parte de la familia de El Espectador, fue fuerte y también difícil de asimilar, porque con esa decisión se llevaban muchos de los momentos vividos en la Avenida 68 # 23-71.
Además, la venta de la sede conllevaba también que la Goss Metro de color naranja, nuestra rotativa, dejara de cumplir su función y que el olor a tinta y papel desapareciera del lugar. Porque ese edificio de dos plantas era nuestro hogar, porque allí vivimos momentos inolvidables, pues contábamos además con una cancha de fútbol que era el lugar de unión de todas las secciones, porque en ella, el más humilde de los trabajadores se podía igualar con los Cano, grandes aficionados al fútbol, pero infortunadamente hinchas de Santa Fe y no de Millonarios.
Yo lo hice en un partido en el que terminé viendo la tarjeta roja. Andrés Cano, el jefe de circulación, era un defensa recio y de esos que tienen como filosofía que “si pasa el balón no lo hace el jugador”, algo que hizo efectivo conmigo, con una falta de esas que llaman descalificadoras. Y yo enfurecido, porque el fútbol a veces nos hace perder el control, me levanté para reclamarle, además de intentar golpearlo con mi mano, pero mi recto de derecha terminó contra su pecho y uno de mis dedos fracturados.
Ese viejo edificio tenía sus propios fantasmas
Algunos me decían que eso era causal para que me echaran, pues había osado pegarle a un Cano, pero apenas terminó el partido nos abrazamos como si no hubiera pasado nada. Además, muchos de los compromisos terminaban en unas casetas situadas muy cerca de la carrilera, el lugar designado para el ‘tercer tiempo’ y en el que también vivimos muchas historias, al tenor de unas cervezas frías. Era un lugar obligado y un punto de encuentro de todos y por eso el jefe de redacción de turno de los sábados, cuando se presentaba una noticia de última hora, sabía con seguridad dónde estábamos y le decía al mensajero (al que le decíamos malacate) vaya y búsqueme a esos m.… que se vengan ya, porque hay que trabajar”.
Además, ese edificio tenía fantasmas propios y de los cuales puedo dar fe. El primero de ellos era el de Argos (Roberto Cadavid Misas), quien después de su fallecimiento. En el centro de documentación, el lugar designado para la biblioteca y las colecciones de periódicos se escuchaba arrastrando los pies, como lo hacía en vida, y como a mí me tocaron muchos turnos nocturnos en ese lugar, me tuve que acostumbrar y al final terminaba hablándole. El segundo estaba en la redacción y dentro de los mitos que existían se decía que era don Guillermo Cano, pues muchas veces, a altas horas de la noche o la madrugada, cuando la redacción se encontraba sola, comenzaba a escucharse el tecleo de una máquina de escribir. Y el tercero, el de Augustico, un laboratorista que murió de cáncer y a quien sentí una noche.
Para la segunda temporada de Fórmula Uno se decidió sacar un tabloide de 16 páginas, el cual circulaba de manera independiente después de cada Gran Premio y el cual tuve la fortuna de liderar, con el concurso de mis compañeros de deportes. Así que llegué pasadas las 11 de la noche para prepararme para el Gran Premio de Australia y nadie se encontraba en la redacción. Y de repente comenzaron a golpear una de las ventanas del
departamento de fotografía, que quedaba como a 50 metros de la redacción. Pensé que se trataba de una broma de los reporteros gráficos, pues de esa sección ni el mismo don José Salgar se salvó de salir indemne, por lo que no le presté mucha atención. Pero seguían golpeando y golpeando y por eso no resistí más y me dirigí hacia allá. Sin embargo, para mi sorpresa, allí no se encontraba nadie así que salí corriendo hacia el parqueadero y solo tuve la valentía de subir cuando llegaron mis compañeros.
Se llegó el día y tocaba empacar y renunciar a muchas cosas acumuladas durante años, a desprenderse de lo material. Como recuerdo de ese día quedó una foto con los sobrevivientes, o, mejor dicho, como decíamos jocosamente, de los que seguíamos en el reallity y no habíamos sido amenazados por convivencia, teniendo la posibilidad de contar con un asiento en las modernas instalaciones del edificio de Xerox, de la calle 26. Desde ese día mi intención era evitar pasar por el frente del blanco edificio de mis afectos, pero quiso el destino que el día en que se estaba echando abajo el letrero negro de El Espectador, fuera testigo del hecho porque pasé en él preciso instante que ello sucedía. Y sí, lloré, porque con esa acción le estaban dando un golpe al orgullo y en parte se estaba cumpliendo el sueño del enemigo de acabar con algo tan importante para El Espectador, como su sede. Y aunque juré no volver, me tocó hacerlo cuando fui invitado por Chevrolet para un lanzamiento en el concesionario que mostraban como ejemplo de modernidad. No fue fácil, lo confieso, porque en cada paso que daba y tras pedirle permiso al propietario de escudriñar cada rincón, trataba de revivir imaginariamente cada lugar de mi querido diario, pero fue tal el trabajo de transformación que era difícil relacionar lo antiguo con lo nuevo.
Se llegó el día y tocaba empacar y renunciar a muchas cosas acumuladas durante años, a desprenderse de lo material.
Pero nuestra mente tiene la capacidad de guardar recuerdos, buenos y malos, y por eso el edificio de la Avenida 68 # 23-71 siempre existirá en mi corazón y sé que en el de todos los que tuvieron la fortuna de habitarlo. Y por eso en estos momentos quiero reproducir la Columna Móvil escrita por quien hoy es nuestro director, Fidel Cano Correa, después de que Pablo Escobar intentó destruir nuestras instalaciones con la bomba del 2 de septiembre de 1989 y que en su momento tituló ‘Amigos para seguir adelante’. Y aquí va completica:
“Muchas sensaciones se despiertan al verlo todo en ruinas. Odio en primer término, luego impotencia y soledad, más tarde ganas de dejarlo todo de lado y buscar rumbos más tranquilos. Que el mundo ha dejado en las manos del país más débil la lucha contra el narcotráfico y que éste a su vez sela ha cedido cómodamente a quienes menos armas y respaldo tienen para hacerlo, es la única verdad del momento.
Y en esta soledad -intensificada por el desconcertante panorama de los escombros-, la primera reacción es la de olvidarse de la lucha y cederla a su vez como desde arriba lo han venido haciendo desde siempre. Pero secas las lágrimas -por tercera vez en este edificio y perdida ya la cuenta en el país- y abandonando el lloriqueo o las apariencias de mártires, la unión de un grupo de amigos antes que compañeros de labores ha permitido decir “sigamos adelante”, cortando de raíz con su valor los pensamientos de frustración.
Con toda esa gente que en aquel triste sábado olvidó sus funciones ante la situación y se armó de valor, de una que otra escoba y de una ternura estremecedora para ir recuperando su entorno, era imposible voltear la espalda para decir no más, aunque ciertamente la situación del país daría para ello.
Y las sensaciones de abandono y soledad, de absoluta impotencia, de esterilidad ante la lucha que se ha emprendido, comenzaron a tornarse hacia algo positivo, hacia la compañía conmovedora de esos amigos, que unidos y a pesar de que las condiciones matinales no lo permitían, lograban dejar las instalaciones “vivibles” y sacaban a fuerza de garra una impecable edición para los lectores.
Esos amigos no tienen fincas ni aviones, ni caballos, ni empresas ni grupos de autodefensa ni casi ningún bien material importante.
Entonces, esa amargura devino felicidad. Se pudo medir la importancia de una amistad. Y quedó la certeza absoluta de que a ellos son a quienes sin temor a equivocarse puede uno llamar amigos. Podrán no tener dinero, ni grandes yates en los cuales disfrutar fines de semana muy confortables -cual lo hacen tantos y tantos de las dirigentes de este país, esos que olvidan en todo momento que si están ahí es porque son representantes de su pueblo-. No tienen fincas ni aviones, ni caballos, ni empresas ni grupos de autodefensa ni casi ningún bien material importante.
Los amigos que el sábado levantaron codo a codo de los escombros no solamente los elementos para hacer posible esa edición de emergencia sino también el alma de cada uno, se diferencian demasiado de aquellos que hoy son dueños del país. Se trata de mentes inteligentes y espíritus claros, vivos, llenos de amor y cordura, de empeño, de fortaleza, de unión, de seguridad en que Colombia merece ser -y lo será a pesar de todo- algo mejor que lo que está quedando.
Y entonces se pregunta uno, pensando ciertamente en esa gran cantidad de colombianos -demasiados de ellos con el poder político en sus manos- que han convivido con el narcotráfico y han prefiero disfrutar las bondades económicas de esos “amigos” antes que ayudar a empujar hacia un mejor futuro para el país. ¿Cuáles amigos serán mejores? Prefiero los míos”.
Don Fidel, ellos también fueron mis amigos de la Avenida 68 # 23-71 y como a nuestra querida sede, a cada uno de ellos nunca los podré olvidar” …
Este artículo fue escrito por Juan Carlos Salgado Jaramillo, autor del libro 50 historias de un cuchenials