De mi papá me separaban los años, los cariños y la forma de ver el mundo. Sin embargo, con el paso de la vida, entendí que me enseñó uno de las cosas que más admiro: el valor de la palabra. Bajito, callado, prudente, era como un motel de pueblo chiquito; de una sola pieza. Lo que decía, lo hacía.
Iba a escribir que en Colombia, la palabra vale huevo, pero con esos precios, sería decir que vale mucho. Y no. Acá faltamos a lo que decimos, tanto en lo grande como en lo chiquito, en lo importante como en lo superfluo, en lo trascendental como en lo nimio, porque incumplir se ha vuelto parte de nuestra forma de ser y nos parece la verraquera. “Somos muy vivos” nos decimos y por eso nos va como nos va. Prometemos porque nos da miedo decir que no, afrontar las consecuencias de pararnos en la raya y por eso preferimos que sean el tiempo o el olvido los que nos ayuden a salir del embrollo que creamos.
De mi padre aprendí una de las cosas que más admiro: el valor de la palabra
Incumplimos las citas, las promesas, los ofrecimientos, las ofertas y los compromisos, sin ponernos colorados y por eso acá, las notarías son tan buenos negocios, una teta de la que nadie se suelta porque dar fe de los que dicen otros, es tan rentable como tener una página de Only Fans o un puesto de empanadas bien situado.
Faltar a la palabra es triste, pero la mala memoria da miedo, porque acá volvemos y caemos con una facilidad pasmosa. Nos echan los mismos cuentos y seguimos creyendo, por ingenuos, por tontos o por física pereza. Y como todo hay que decirlo, la mala fama se la llevan siempre los políticos, los carpinteros y los malos funcionarios, pero en el incumplimiento caemos los papás, los hijos, los esposas, los empleados, los dueños, los amigos. Todos y todas. Y todes.
Acá incumplimos todos y en todo
El que cumple la palabra termina convertido en un tonto, psicorrigido, extremista y cuadriculado. Un cansón. Un fanático. O un guevón…
Tal vez nos falten más moteles o más pueblos chiquitos. O más tipos como mi papá…