Al principio la tal materia de redacción literaria no me llamó la atención pero con el tiempo el interés se fue incrementando. El profesor resultó ser todo un bacán, hincha del Junior como la mayoría de los costeños de Colombia, excelso conversador, asiduo visitante de La Cueva en Barranquilla y ante todo, un magnífico maestro que le dio sentido creativo a la construcción de sílabas, palabras, oraciones y párrafos. Me gustaba tomar con él un par de cervezas, después de clase, para darle cuerda y que medio emocionado exclamara: “Es que el Junior no es un equipo de fútbol. El Junior es un poema del pueblo…”.
–Alumno mío que se respete tiene que haber leído El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, y Moby Dick, de Herman Melville. O sea que vayan comprando los libros porque al final de semestre haremos un examen —sentenció el primer día de clase.
Gonzalo González, GOG, fue un maestro incomparable, que muchos apreciamos tiempo después
De rostro adusto y voz fuerte, ponía énfasis a cada sílaba. A este costeño no le ibas a oír decir nunca, “eche, ajá, mandas cáscara”.
–¿Saben ustedes cuál es el elemento vital que tenemos en el español para organizar los escritos? ¿la principal herramienta…?
Con qué nos irá a salir este man, pensaba, y comentaba en voz baja con mis compañeros de atrás…
–El punto seguido –concluyó–. Sujeto verbo, predicado, punto. Y se fue al tablero y con la tiza pintó casi con rabia una rueda pequeña y escribió las palabras “punto seguido”.
Sacó del maletín un ejemplar ajado de El viejo y el mar y empezó a leer: “A veces alguien hablaba en un bote, pun-to, pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos, pun-to, (…) El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró remando en el limpio olor matinal del océano, pun-to…
Cada palabra ‘punto’ era pronunciada con énfasis. El maestro Gog nos enseñó a escribir, pero sobre todo a leer. A leer con cariño, a descubrir la belleza en los textos, a buscar las certezas de los elementos escondidos en los textos.
El punto seguido es la clave de la buena redacción, decía el Maestro GOG
El famoso semiólogo y novelista italiano Umberto Eco, citado por Gog, me ayudó a descubrir otra cosa respecto a la enseñanza de escribir: “No hay forma de enseñar a escribir. Se enseña a leer”, dijo el autor de El nombre de la rosa, “los grandes escritores siempre han sido grandes lectores (…) Leer, leer. Y no solo leer para saber que es así. Leer para saber cómo está construido el texto”. He ahí la maravillosa experiencia de leer y aprender al mismo tiempo. La epifanía de los escritores, a propósito de encontrar el sentido poético a una serie de hechos y datos que uno ha reunido para presentarlos en forma de relato. La epifanía que trato de encontrar para crear y re-crear y escribir este texto.
“Es necesario devanarse los sesos buscando un lugar poético para contar. Enredar el texto de una especie de epifanía que no siempre se tiene que notar”, nos decía después otro maestro, el gran Cristian, y nos ponía un ejemplo: “Gay Talasse se devanó los sesos buscando cómo contar la vida de Frank Sinatra, una epifanía que hiciera posible su crónica, hasta que le llegó la iluminación: Frank Sinatra tenía gripa; a Frank Sinatra, como a cualquier mortal, le daba gripa. Y cuando se dio cuenta de aquello seguro gritó ‘Eureka’ y se fue a tomar un whisky”.
Las sesiones de lectura fueron unos viajes desconocidos por los caminos de los autores del mundo. Partimos de las glorias encumbradas de las lenguas modernas, Miguel de Cervantes Saavedra y Shakespeare, pasamos por García Márquez; nos detuvimos en Melville; analizamos a Kapuschinsky; leímos, leímos, leímos…
Primero leer. Después aprender a confesarse para aprender a escribir y poner un poquito de técnica, aunque eso no es lo esencial. “Lo esencial es el sentimiento, el corazón”, señalaba Gog en esas confesiones sin confesionario. Escribir es una oportunidad para re-encontrar el espíritu de los poetas perdidos y re-iniciar el movimiento de los párrafos estáticos.
Rescato el retorno a las confesiones diarias de los escritores. El computador o el teléfono hacen las veces de confesionarios. Puedo leer. Puedo pensar. Puedo escribir.
Rescato el derecho a la subjetividad que me regalaron Gog y Cristian. Estoy de acuerdo con Leonardo Tarrifeño cuando dice que “el cronista contemporáneo se aferra al poder de su mirada personal”. He ahí la grandeza de escribir. Confieso que recuperé “la alegría de leer” y la satisfacción casi infantil de descubrir y encontrar la combinación de letras; la mezcla de las sílabas; el sentido de las oraciones y la estructura de los relatos.
Gracias a los libros.
* Jaime Rivera, es comunicador social, profesor y experto en medios locales