La felicidad es cuestión de perspectiva y por eso hay quien cree que un roto es una ventana, mientras que para otros, es apenas una grieta por donde a veces entra el sol.
Como Sísifo, empujamos la vida cada día en busca de ella, pero cuando creemos alcanzarla, la cuesta se encarga de ponernos de nuevo en nuestro sitio para arrancar una vez más, porque al fin y al cabo, la felicidad es la utopía que nos mueve.
Hay felicidades grandes y pequeñas, duraderas o simplemente efímeras que muchas veces se confunden con eso que algunos llaman alegrías que no pasan de ser espasmos momentáneos, orgasmos temporales. Por eso, la felicidad no es cuestión de inspiración, sino de paciencia. Hay que cebarla, alimentarla y comerla sólo cuando está madura. No antes, porque entonces será fruto insípido y desabrido.
Ser feliz no es fácil. Aceptarlo, menos. Yo, por ejemplo, soy uno de esos huraños intratables que van con su malparidez a cuestas como escudo protector, porque la felicidad tiene muchos enemigos y mejor que dar explicaciones, es pasar por amargado antes que los demás te jodan con su envidia. Eso no quiere decir que no la disfrute en solitud, como cuando niño me escondía a comerme una paleta de vainilla y chocolate. Soy feliz a mi manera y además, agradecido. O tal vez por eso. Ningún pasado me ha dañado y cuando me miro al espejo, no me asusto. Al contrario, soy de esos locos que se ríen solos y a veces silban por la calle.
La felicidad tampoco es gratis y cada quien paga el precio que le toque. Por eso hay que ahorrar, así sea en moneditas. Y estar despiertos, porque si pasa y no la vemos o no estamos preparados, será el final y no será feliz. Tan sólo será el final.
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