Hace poco descubrí, —como quien encuentra una nota escrita por sí mismo en un bolsillo ajeno— que mi eterna guerra es estar en paz. A eso me dedico, en esas me las paso. Eso es lo mío. En eso trabajo y en eso ando todo el tiempo. Antes, sin saberlo tan siquiera y ahora, tal vez con conciencia plena, lo que no significa que sea más fácil. No lo descubrí leyendo, ni meditando, ni en una epifanía elegante: lo descubrí cansado.
Y es que no es lo mismo estar tranquilo que estar en paz. La tranquilidad tiene que ver con la calma, mientras que la paz tiene que ver con la coherencia. La tranquilidad suele referirse a una ausencia de ruido, a la distancia de la agitación, a la algarabía silenciada, es decir de lo que pasa afuera mío. Depende de la gente que no jode, de las circunstancias, del clima, del menguante de la luna o de la palidez del cielo rojo. Tal vez por eso dura poco. Estar en paz, en cambio, es la aceptación de lo que pasa, la conciencia sin rasguños. El ancla, el polo a tierra, el lugar donde todo se sostiene, el refugio, la playa donde mojo mis pies.
Y es que, en eso, mi vida se parece al mar. La tranquilidad es la superficie: A veces está calmado y a veces hay olas gigantescas. La tranquilidad es la superficie: a veces un espejo, a veces un caballo desbocado. A veces solo el sonido de las olas y a veces la algarabía del concierto vallenato desafinado. Depende del viento y el clima. La paz, en cambio, es el fondo del océano: Allá abajo, en la profundidad, el agua es estable y silenciosa, sin importar si arriba hay una tormenta furiosa y solapada. Por eso, mi lucha diaria es mantener la paz del fondo, aunque pueda perder a ratos la tranquilidad y los sosiegos. Me doy esos permisos, porque a la larga, un día de malparidez al año no hace daño. La ataraxia y el amor fati del que hablaban los estoicos.
A veces, sólo falta naufragar para encontrar la mar perfecta y entonces no haya lugar para una nueva guerra. Por eso lo busco aunque no esté frente a él. Vuelvo hacia adentro, hacia ese fondo que no se exhibe ni presume, donde las corrientes no arrastran y todo encuentra su peso justo. Ahí no necesito tener razón, ni controlar el clima, ni pedirle al mundo que se calle. Ahí simplemente soy y eso basta. Tal vez vivir sea aprender a bucear con torpeza, aceptar que la superficie hará su escándalo y que habrá días de espuma y sal en los ojos, pero confiar —con una fe casi animal— en que abajo, muy abajo, sigue intacta la paz que me sostiene .