Hay días que no solo marcan el calendario, sino que lo rasgan, lo llenan de voces que se niegan a callar. El 8 de marzo es uno de ellos, un atardecer que no termina, un grito que se cuela entre las grietas de la historia para recordarnos que la lucha no es solo un acto, sino un latido. El Día Internacional de la Mujer no nació de la nada, no es un regalo caído del cielo; es una raíz que se hundió en la tierra dura, en los días oscuros, y que floreció con la fuerza de quienes se atrevieron a decir «basta».
Retrocedamos un poco, a ese humo gris de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando las ciudades eran un hervidero de máquinas y desigualdades. Las mujeres, esas sombras silenciosas que cosían, que tejían, que cargaban el mundo en sus hombros, comenzaron a alzar la mirada. No fue un gesto suave; fue un temblor. En Nueva York, el 8 de marzo de 1857, las trabajadoras textiles salieron a las calles, hartas de jornadas interminables y sueldos que apenas alcanzaban para un mendrugo de pan. Las golpearon, las silenciaron, pero dejaron una chispa. Décadas después, el 25 de marzo de 1911, la tragedia del incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist se llevó a 146 personas, en su mayoría mujeres, atrapadas tras puertas cerradas con llave. Sus cuerpos cayeron como pétalos marchitos desde las ventanas, y el mundo, por un instante, tuvo que mirar.
Ese dolor no se quedó quieto. Germinó en ideas, en reuniones clandestinas, en mujeres como Clara Zetkin, una socialista alemana que en 1910, en la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague, propuso un día para honrarlas, para exigir lo que les habían negado: igualdad, voto, dignidad. No fue un capricho; fue una necesidad. Un año después, en 1911, el primer Día Internacional de la Mujer se celebró en varios países europeos, y las calles se llenaron de pancartas y pasos firmes. Pero no fue hasta 1975, cuando la ONU lo abrazó oficialmente, que el 8 de marzo se convirtió en un faro global, un recordatorio de que la justicia no se mendiga, se conquista.
¿Y qué las movía? No era solo el hambre o el cansancio; era el sueño de un mundo donde sus hijas no tuvieran que agachar la cabeza, donde sus voces no fueran ecos en el viento, sino viento mismo. Era la rabia por las puertas cerradas, por los «no» que les arrojaban como piedras, y también la esperanza, esa luz terca que se niega a apagarse. Cada marcha, cada palabra escrita en tinta o gritada en plazas, era un ladrillo en un edificio que aún no termina de construirse.
Hoy, el 8 de marzo no es solo una fecha; es un espejo. Nos refleja lo que fue —las cadenas rotas, las victorias sudadas— y lo que aún falta: las brechas que persisten, las sombras que se alargan. Es un día para escuchar, para caminar junto a esas mujeres que, en fábricas, en aulas, en casas o en campos, siguen tejiendo el futuro con manos cansadas pero firmes. Es un atardecer que nos pide no solo mirar, sino actuar, porque la igualdad no es un regalo que se espera, es un fuego que se enciende juntos.