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Björk: La voz que viene de otro planeta

Si alguien menciona “Björk”, es posible que muchas personas mayores de 50 frunzan el ceño, se rasquen la cabeza o piensen en un mueble extraño de IKEA que nunca lograron armar. No hay problema, no están solas en ese desconcierto. Para quienes muchos atardescentes, el nombre de esta islandesa puede sonar como un enigma con un acento impronunciable. Pero vale la pena detenerse un momento para conocer a esta mujer que parece haber nacido en un cuento de hadas nórdico y que, a sus 59 años, sigue siendo un torbellino de creatividad imposible de encasillar.

Björk Guðmundsdóttir –así se apellida, aunque nadie espera que lo pronuncien correctamente– creció en Reikiavik, una ciudad helada y gris donde el viento corta la cara y el sol aparece poco. Desde pequeña, mientras otros veían El Chavo o bailaban con ABBA, ella ya cantaba en coros y grababa discos infantiles. A los 11 años, su voz era tan peculiar, tan distinta, que un profesor la animó a enviar una cinta a una radio local. Así comenzó su camino. No fue una niña prodigio al estilo de Mozart, pero sí una que parecía traer consigo música de otro mundo.

En los años 80, cuando muchos se enredaban con el Walkman y las hombreras, Björk ya rompía esquemas con una banda punk llamada The Sugarcubes. Era un punk extraño, melódico, con su voz saltando entre gritos y susurros como si invocara duendes. El grupo tuvo éxito, giró por el mundo, pero ella no se conformó con eso. En los 90, mientras otros se instalaban en la rutina, Björk se lanzó como solista y el planeta empezó a prestarle atención.

Su disco Debut (1993) llegó como un ovni a las radios. Canciones como “Human Behaviour” o “Venus as a Boy” no se parecían a nada de lo que sonaba entonces. No era Madonna, no era Whitney Houston. Era Björk: una mezcla de tambores electrónicos, cuerdas clásicas y una voz que a veces suena como un pájaro y otras como un lamento vikingo. Si alguien no la ha escuchado, que imagine a una sirena cantándole al mar mientras un sintetizador suena de fondo. Es raro, sin duda, pero tiene un encanto que atrapa.

Y luego está su estilo. Ahí sí que Björk se salió del mapa. Mientras otros debatían si los jeans de tiro alto eran cómodos, ella llegaba a las alfombras rojas con vestidos sacados de un sueño lisérgico. ¿Quién no recuerda el vestido de cisne que lució en los Oscar del 2001? Parecía un chiste para algunos, una obra de arte para otros. Dejó un huevo en la alfombra roja –literalmente– y no le importó lo que dijeran. A los 50 y tantos, cuando muchos ya no buscan agradar, ella ya había entendido esa lección.

Pero Björk no es solo excentricidad. Es una artista profunda, de las que duelen. Sus discos son como diarios que hablan de amor, pérdida y naturaleza. Vulnicura (2015), por ejemplo, nació tras una separación que la dejó destrozada. Quien haya pasado por un divorcio o un adiós que parta el alma encontrará eco en esas canciones. No importa si el islandés suena a jeroglífico o si los beats electrónicos parecen de otro planeta; la emoción trasciende.

Hoy, a punto de cumplir 60, Björk sigue siendo un enigma. Crea música, actúa en películas –como Dancer in the Dark, que requiere pañuelo en mano–, y explora experimentos con realidad virtual. No se jubiló, no se aferró a la nostalgia. Vive en su propio universo y, de vez en cuando, invita a otros a visitarlo.

Si algún día su nombre aparece en la tele o en Spotify, merece una oportunidad. No es para todos, eso está claro. Pero para quienes han vivido lo suficiente como para haber visto de todo, asomarse a algo que no terminan de entender puede ser una aventura. Björk es eso: un misterio que no necesita explicarse, solo sentirse. Y quién sabe, tal vez alguien termine tarareando una de sus canciones mientras calienta el café.

 

 

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