Esta semana cumplo 61 años y creo haber sido un tipo muy feliz, pero al que se le notan mucho las tristezas. Nací en una familia clase media en la que nunca sobró nada, pero tampoco faltó mucho.
Fui el menor de siete hermanos por lo que mi niñez y mi adolescencia prácticamente las viví en la calle, que es la forma bonita de decir que era un gamín en ciernes. Tomé agua de manguera y gaseosa con boronas. Jugué fútbol y banquitas, me robé miles de ciruelas en Carulla y mi primer gran amor fue Juanita Gaitán de la que nunca supe nada más.
En el colegio era un experto copiador y en realidad aún no sé bien como me gradué, porque ni la física, ni la química, ni la trigonometría fueron lo mío. Quise ser economista, pero al final, el universo me empujó a la comunicación, en una decisión que aún bendigo. Me casé y fui amado y mis hijas mi mejor regalo. De esa época a hoy, me he quebrado varias veces, he probado la soledad, me he equivocado, pero por encima de todo, he sido absolutamente querido por dos mujeres maravillosas que me hicieron muy feliz.
Tengo muchos defectos, lo sé. Sin embargo, si algo me rescato es ser un tipo confiable porque cuando digo que sí, es sí, a la hora y en las circunstancias en las que me comprometa. En lo grande y en lo chiquito, en lo importante y en lo simple, en lo complicado y en lo nimio. Mi papá era como un motel de pueblo chiquito. De una sola pieza. No éramos muy cercanos, pero muchos años después de su muerte pude entender la enorme influencia que ha tenido en mí. Me enseñó la rectitud y sobre todo el valor de la palabra.
Soy puntual y por eso tengo fama de intenso. Soy cansón por preguntar e impaciente por pedir explicaciones y siempre me entrego al cien por ciento. Digo lo que siento y cuando amo, lo hago de verdad. Sin ataduras, sin restricciones, sin fecha de vencimiento, sin miedo.Ya no pido permiso. No tengo por qué. No desde la soberbia del que cree que todo lo sabe, sino desde la necesidad de hacer lo que está en mi corazón.
Para completar, soy un ingenuo que creo en la palabra de los otros. Si alguien me dice que quiere trabajar conmigo, le creo. Si alguien me pone una cita, le creo. Si alguien me promete algo, le creo. Si alguien me dice que me ama y que quiere su vida junto a la mía, le creo. Como digo, soy ingenuo, pero no guevón y sé que cambiamos de parecer con facilidad porque generalmente nuestras opiniones se basan en la emoción más que en la razón. O viceversa. Somos precoces eyaculadores mentales que vamos diciendo, que vamos hablando, que vamos proponiendo, que vamos prometiendo, lo que se nos viene a la cabeza, sin medir las consecuencias, sin pensar en los alcances, tal vez porque no entendemos, o no queremos entender, el valor de la palabra. Y sin embargo, sigo creyendo y con seguridad, volveré a llorar por eso. Me falta es creer cuando me dicen que no, pero eso tiene ver con mi ego que es otra cosa.
En esta sociedad, soy un tipo raro.Debe ser la edad. O el espíritu de mi papá. O el agua de manguera…