Los hermanos Marx no nacieron bajo los focos, aunque el destino parecía haberles reservado un escenario desde la cuna. Criados en el Nueva York de finales del siglo XIX, hijos de inmigrantes judíos, crecieron en un hogar donde el dinero era un invitado fugaz, pero el ingenio, un residente permanente. Su madre, Minnie, una mezcla de general y soñadora teatral, los lanzó al mundo del vodevil. Allí, entre canciones desafinadas y sketches improvisados, los hermanos comenzaron a tejer su leyenda.
Groucho, con su bigote pintado, puro en mano y cejas danzantes, era un francotirador de la palabra. Sus frases, como “Nunca pertenecería a un club que me aceptara como miembro”, eran dardos envenenados con astucia. Harpo, mudo como un ángel travieso, hablaba con una bocina que decía más que mil discursos y un arpa que tocaba con la delicadeza de un poeta. Chico, con su sombrero ladeado y un acento italiano tan falso como seductor, era el estafador carismático, siempre listo para venderle un sueño al más escéptico. Zeppo, el “hermano cuerdo”, interpretaba al galán que luchaba, sin éxito, por imponer orden en el torbellino. Y Gummo… digamos que prefirió la tranquilidad de vender seguros a lidiar con el caos familiar.
El cine: Donde el absurdo se coronó
Cuando los hermanos Marx irrumpieron en Hollywood en los años 20 y 30, el cine no estaba listo para su embestida. Películas como Animal Crackers, Duck Soup y A Night at the Opera no eran simples comedias; eran manifiestos de anarquía. En Duck Soup, Groucho encarna a Rufus T. Firefly, un dictador de un país inventado que declara la guerra por puro aburrimiento, mientras Harpo y Chico convierten la diplomacia en un juego de niños con dinamita. En A Night at the Opera, los hermanos sabotean una ópera con una mezcla de audacia y torpeza que transforma lo refinado en hilarante.
Cada película era un campo minado de gags. Harpo perseguía rubias con la determinación de un sabueso y la inocencia de un cachorro; Chico aporreaba el piano con una sonrisa de pícaro; Groucho disparaba pullas que aún hoy harían sonrojar a cualquier estirado. Zeppo, el pobre, intentaba mantener la compostura, pero hasta él sabía que en el universo marxista, la seriedad era el verdadero chiste.
El legado: Un bigote eterno
Los hermanos Marx no inventaron el humor, pero lo llevaron a un terreno donde pocos se atreven a pisar. Su desprecio por las reglas, su talento para convertir lo absurdo en sublime y su capacidad para burlarse del poder los convirtieron en leyendas. Hoy, en un mundo que a veces parece una parodia de sí mismo, sus películas son un recordatorio de que el caos, cuando se orquesta con genio, puede ser la mejor terapia.
Si la vida se pone demasiado seria, pónganse un bigote falso, toquen una bocina y dejen que los hermanos Marx les enseñen a reírle en la cara al absurdo. Porque, como diría Groucho, “Estos son mis principios, y si no le gustan… tengo otros”.