No. No nos estamos refiriendo a alguien en particular. Cada quien que saque sus propias conclusiones.
Ser chambón es un estado del alma, una danza descoordinada entre la intención y el resultado, un guiño a la imperfección humana que, en su torpeza, a veces encuentra magia. Pero, ¿de dónde viene esta palabra que tan bien nos pinta? Y más aún, ¿qué significa ser chambón en un mundo que exige precisión quirúrgica?
La palabra «chambón» tiene un origen que, como buen chambón, no se presenta con claridad absoluta, pero sí con un encanto desaliñado. Según los diccionarios históricos, como el Tesoro de la RAE, «chambón» podría estar emparentado con el chambão portugués , que significa grosero o tosco. Pero si rascamos un poco más, encontramos que en el español de América, especialmente en países como México, Colombia, Venezuela o Argentina, «chambón» toma vida propia. Se dice que deriva de chamba , un término que en sí mismo evoca suerte, casualidad, o incluso un trabajo improvisado. Añádele el sufijo -ón , que en español suele agrandar o exagerar, y tienes a un «chambón»: alguien que tropieza con la suerte o que, en su torpeza, acaba consiguiendo algo sin querer queriendo.
Algunos etimólogos sugieren un vínculo con el chambier francés (cambiar) o incluso con jambe (pierna), como si el chambón fuera alguien que mete la pata, literalmente. Mar como mar, «chambón» es un término que huele a calle, a barrio, a conversaciones en la esquina donde alguien cuenta, entre risas, cómo logró algo «de pura chamba». Es una palabra que no se toma demasiado en serio, y eso ya la hace especial.
Ser chambón no es solo equivocarse o hacer las cosas a medias. Es una forma de existir en el mundo, una mezcla de audacia y descuido que a veces, por algún milagro del universo, termina en un acierto. El chambón no planea serlo; simplemente sucede. Es el albañil que levanta una pared torcida, pero que aguanta por años. Es el amigo que llega tarde a la cita, pero con una historia tan buena que se le perdona todo. Es el que, en un partido de fútbol, patea mal, el balón rebota en la defensa, y acaba en gol. Es el político que…
Si los antiguos griegos, con su obsesión por la belleza, se hubieran topado con el concepto de «chambón», probablemente lo habrían mirado con una mezcla de curiosidad y ternura. Para los griegos, la belleza ( kalokagathia , la unión de lo bello y lo bueno) no era solo estética, sino una armonía entre cuerpo, mente y alma. Era la estatua perfectamente esculpida, el discurso impecable de un orador, la proporción áurea en un templo. Pero también entendían que la belleza podía ser imperfecta, trágica, humana. En las tragedias de Sófocles o Eurípides, los héroes caen por sus defectos ( hamartia ), y en esa caída hay una belleza desgarradora. El chambón, en su torpeza, encaja en esa visión: no es perfecto, pero su esfuerzo, su audacia para intentarlo a pesar de sus limitaciones, tiene un brillo propio.
Los griegos también celebraban lo efímero, lo que se escapa, como los atardeceres que tanto evocan los textos de Liévano. En su filosofía, la belleza no siempre era eterna; a veces, era un instante, un destello, como el gol accidental del chambón que nadie esperaba. Platón, en El Banquete , habla de la belleza como una escalera hacia lo divino, pero en esa escalera hay peldaños rotos, tropiezos, momentos en que uno sube a tientas. El chambón, en su imperfección, es un escalador torpe de esa escalera, y aun así, a veces llega más alto de lo que esperaba.
Ser chambón es también un recordatorio de que la vida es un juego de palabras, y a veces, de tropiezos. No todos podemos ser poetas, pero todos podemos ser chambones. Es intentar arreglar la lámpara y dejarla peor, pero seguir intentándolo. O el Gobierno…