Hay palabras que la historia escupe como si fueran huesos sin carne: “bandolero” es una de ellas. En los rincones polvorientos del siglo XX colombiano, ese término cargaba un peso moral y político que aún retumba como eco incómodo en las montañas del Tolima, los cafetales de Caldas y las veredas de Boyacá. El bandolero no era solo un hombre con fusil y sombrero; era también un síntoma, un espejo roto de un país que se negaba a verse completo.
Entre 1948 y mediados de los años 60, Colombia vivió uno de sus capítulos más oscuros y menos comprendidos: el bandolerismo. Nacido al calor de La Violencia, ese conflicto bipartidista que tiñó de rojo los ríos del centro del país, el fenómeno del bandolerismo se movía en una delgada línea entre la rebelión y el pillaje, entre la resistencia campesina y la criminalidad brutal.
Decir que los bandoleros eran simplemente ladrones o asesinos es repetir la historia dictada por las élites. Decir que eran héroes del pueblo es romantizar una tragedia. El fenómeno fue más complejo. Fueron campesinos desplazados por la violencia, hombres sin Estado, ciudadanos huérfanos de futuro, atrapados entre el fusil y el olvido.
Y como toda tragedia, tuvo protagonistas de carne, hueso y sangre.
Efraín González: el ‘Siete Colores’ de la cordillera
Su apodo nació de su manía de cambiarse de ropa cada vez que cometía una fechoría. Se decía que nunca usaba el mismo atuendo dos veces. Era conservador en una tierra liberal y se convirtió en una pesadilla para las autoridades del centro del país. Lo persiguieron durante años como a un mito andante, y cuando finalmente lo mataron, en 1965, lo hicieron con cámara y periodistas al lado, como si mataran a una leyenda más que a un hombre.
González tenía la brutalidad de un sicario, pero también la mística de un caudillo. A veces liberaba campesinos secuestrados por otros bandoleros; otras veces, los ejecutaba por no obedecer. Su violencia era arbitraria, pero su popularidad en ciertos pueblos era innegable. Para algunos, fue un monstruo; para otros, un Robin Hood desquiciado.
Desquite: la venganza como destino
José William Aranguren, conocido como Desquite, era la encarnación de la rabia pura. Lo motivaba un odio visceral: su familia fue asesinada por la policía y terratenientes y él decidió devolver cada bala y cada machetazo con intereses. Desquite no hablaba de ideología; hablaba de venganza. Y la cumplió con una meticulosidad casi patológica.
Su accionar fue despiadado. Asaltos, masacres, emboscadas. Pero detrás del horror había una historia de injusticia y desamparo. Cuando lo mataron en 1964, había sembrado un miedo que aún hoy susurra en las fincas del Quindío y el Tolima. Nunca fue capturado: fue ejecutado por el Ejército en un operativo envuelto en dudas y excesos.
Chispas: el último liberal del monte
Jacinto Cruz Usma, Chispas, fue quizá el más político de los bandoleros. Liberal de cepa, hablaba de justicia social y se consideraba parte de una revolución inconclusa. Organizó su cuadrilla con disciplina casi militar y evitaba la crueldad gratuita. En su imaginario, seguía peleando por Jorge Eliécer Gaitán, como si el reloj se hubiera detenido en abril del 48.
Chispas murió en 1964, emboscado por fuerzas del orden. Algunos dicen que fue traicionado. A su entierro acudieron decenas de campesinos en silencio, como si fuera un líder comunitario más que un criminal. Su muerte marcó el fin simbólico del bandolerismo liberal.
Tarzán: el hombre que hablaba con los árboles
A José Neftalí González, alias Tarzán, lo recordaban por su extraño vínculo con la naturaleza. Se decía que no solo sabía moverse como felino en la selva, sino que hablaba con los árboles y entendía el silencio de los pájaros. Tarzán era conservador y su accionar se mezclaba con superstición, ritual y violencia.
Mató, pero también curó. Robó, pero también repartió. Sus víctimas fueron selectivas y sus métodos, brutales. Murió como vivió: en la espesura, rodeado de misterio. Su figura alimenta todavía leyendas rurales y canciones de cantina.
En este escenario, los medios jugaron un papel crucial. La prensa de la época —El Tiempo, El Espectador, El Siglo— ayudó a construir la imagen del bandolero como enemigo moral del orden. La televisión emergente los convirtió en caricaturas del mal, figuras planas sin contexto. Pero la realidad era otra. Cada uno de estos hombres fue, antes que criminal, hijo de una república rota.
El Estado colombiano, con su torpeza cíclica, aplicó su justicia con plomo y decreto. La llamada “pacificación” vino con helicópteros y batallones. Pero nunca llegó el agua potable, la escuela, el puesto de salud. El monte fue despejado de fusiles, pero no de abandono.
El bandolerismo fue la antesala de otra violencia: más organizada, más ideológica, más prolongada. Las FARC, el ELN, incluso las Autodefensas, nacieron de ese mismo vientre herido: un campo olvidado, una justicia ausente, una nación que aún no sabe cómo mirarse al espejo.
Hoy, cuando la violencia rural vuelve a teñir mapas y titulares, el bandolerismo parece una vieja película en blanco y negro. Pero su eco sigue ahí: en la desconfianza profunda hacia el Estado, en las armas que aún se pasean por los caminos veredales, en el relato oficial que sigue viendo la violencia como un mal externo, nunca como un reflejo.
Colombia no tuvo un Robin Hood, pero sí miles de hombres con hambre y rabia que se disfrazaron de justicieros. Lo trágico no es que hayan existido. Lo trágico es que, en muchos lugares, aún hoy, el fusil sigue siendo la única forma de que el Estado escuche.