Mi léxico es muy pobre. Por ejemplo, no tengo entre las palabras que manejo, ni decepción, ni desengaño, ni desencanto, ni desilusión, ni frustración, ni engaño o burla.
No sé cuándo pasó o por qué, o tal vez nací así y no me di cuenta, yo decidí creer en las personas. En lo mucho o en lo poquito, en el amor o en los negocios, en la amistad o en el trabajo, en las redes sociales o en la vida, en la paz o en el empute. Lo sé, muchos lo piensan. Soy ingenuo, inocente, crédulo, cándido, pueril, incauto y hasta guevón. ¿Qué le voy a hacer? Y la verdad, no creo que cambie. Y no quiero.
Si alguien me dice que, a las diez, es a las diez. Si alguien me dice que no puede, le creo antes que ponerme a pensar en alguna teoría. Si alguien me dice que me ama, le creo. Y así con todo. Y por eso no me decepciono, porque no estoy dispuesto a cargar con la culpa de las mentiras de los otros, con el peso de su dolor y sus angustias, con el bulto de sus promesas rotas y sus sueños abandonados. No voy a ser el depositario de sus miedos heredados, ni el custodio de sus resentimientos añejos, ni el espejo donde reflejen sus fracasos. Me niego a convertirme en el refugio de sus cobardías, en el archivo de sus excusas, en el santuario de sus lamentos. No cargaré con la responsabilidad de sus silencios cómplices, con la herencia de sus derrotas autoimpuestas, con el lastre de sus nostalgias envenenadas. Bastante tengo con mis propias batallas, con mis propias dudas, con el peso justo de mis propias decisiones y sus consecuencias.
Si alguien me miente o no me cumple, en realidad pienso que es por algo, que tiene su propia historia que, en frente de un espejo, de seguro le hablará.
Estoy seguro de leer bien a las personas y sin falsa modestia, poco me equivoco. Me maman los charlatanes y fantoches, los políticos y los tinterillos de ocasión, los sabiondos, los parlanchines y hablamierda y por eso los evito, para evitar tener que dudar de ellos. A los otros, le abro mi corazón de par en par e intento comprenderlos de abajo para arriba y de arriba para abajo, escuchar más y adivinar menos y creer y creer, aunque me estrelle.
Hay algo profundamente subversivo en este acto de creer. Vivimos en una época donde la desconfianza se ha vuelto una virtud y donde protegerse del otro se considera inteligencia emocional. Pero elegir creer es, paradójicamente, un acto de resistencia contra el espíritu de estos tiempos que nos corren.
Al final, creer en las personas es mi propio acto de coraje existencial. Es elegir la esperanza como método, la confianza como herramienta y la fe como costumbre.