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El teatro naval de Trump

Hay algo grotesco en ver cómo Donald Trump despliega su gigantesca flota en el Caribe como si fuera un niño rico jugando con soldaditos de plomo en la bañera. Ahí está, con sus cruceros lanzamisiles y submarinos nucleares apuntando hacia las costas venezolanas, mientras desde Washington insiste en que Nicolás Maduro es un «fugitivo de cartel» y que todo esto es para combatir el narcotráfico. Como si necesitaras un arsenal capaz de hundir media Europa para perseguir lanchas rápidas con cocaína.

La operación tiene el sello inconfundible del trumpismo: espectacular, costosa y profundamente insegura. Porque una cosa es clara desde el primer día de este circo: nadie que sepa algo de geopolítica cree que Trump vaya a invadir Venezuela. Ni los expertos del Council on Foreign Relations, que hablan de «idea terrible», ni los analistas militares que calculan que se necesitarían más de 100,000 tropas para una operación que sería, en sus propias palabras, un «desastre».

Lo que los analistas están viendo no es la antesala de una guerra, sino algo mucho más típico de Trump: una demostración de fuerza vacía destinada a impresionar a su base electoral y a intimidar a un adversario débil. Venezuela, con sus apenas 70,000 soldados operativos —de los cuales la mitad está pensando en desertar si les ofrecen un plato de comida— no representa exactamente el Ejército Rojo marchando hacia Berlín.

La verdadera estrategia parece ser otra: crear tanto ruido y presión que el régimen de Maduro colapse desde adentro, sin que Estados Unidos tenga que lidiar con el desastre posterior. Porque aquí viene lo realmente perverso del asunto: incluso si lograran tumbar a Maduro mañana, ¿quién se queda a limpiar el reguero?

Mientras Trump hace su show de músculos en el Caribe, Gustavo Petro se encuentra en una posición que podría describirse como diplomáticamente imposible. Por un lado, su vecino está en llamas y los narcotraficantes usan la frontera como si fuera su patio trasero. Por el otro, su supuesto aliado histórico, Estados Unidos, amenaza con convertir esa frontera en zona de guerra.

La respuesta de Petro ha sido pragmática hasta la médula: coordinar con Maduro para reforzar el Catatumbo con 25,000 soldados y limpiar la zona de «bandas narcoterroristas». Es una jugada que puede parecer contradictoria —colaborar con el «dictador» que Washington quiere derrocar— pero que tiene una lógica aplastante: la seguridad de Colombia no puede depender de los caprichos geopolíticos de Trump.

«Los problemas de los latinoamericanos los solucionamos los latinoamericanos», ha dicho Petro, y aunque suene a consigna bolivariana, tiene más sentido común que toda la operación naval estadounidense junta. Porque Petro sabe algo que Trump parece ignorar: si Venezuela explota, Colombia recibe la metralla.

Ya Colombia tiene más de 2.5 millones de venezolanos en su territorio, una cifra que ha puesto a prueba todo el sistema de servicios sociales del país. Una intervención militar no enviaría a esos migrantes de vuelta a casa cantando el himno nacional; los expulsaría en una estampida desesperada que haría ver las crisis migratorias anteriores como un paseo dominical.

La frontera colombo-venezolana ya es un caos controlado donde el ELN, las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo operan como señores feudales del contrabando. Una guerra convertiría esa zona en Siria tropical, con grupos armados fortalecidos por el caos y una población civil atrapada en el fuego cruzado.

El comercio bilateral, que ya se desplomó de 6,000 millones de dólares en 2008 a apenas 331 millones en 2022, terminaría por evaporarse completamente. Y aquí viene lo irónico: Colombia, que históricamente ha sido el alumno aplicado de Washington en la región, se vería obligada a asumir el costo humano y económico de una aventura militar que no pidió, no apoya y no puede costear.

Trump ha logrado algo que parecía imposible: que Colombia, tradicionalmente el socio más leal de Estados Unidos en la región, le dé la espalda en un tema crucial de seguridad hemisférica. Mientras Ecuador, Argentina y Paraguay se alinearon con la narrativa del «Cártel de los Soles» —más por conveniencia de política interna que por convicción—, Colombia se plantó.

Esta fragmentación regional es oro puro para Maduro, que puede presentarse como víctima de la agresión imperialista mientras su principal vecino y crítico histórico le ofrece una mano para la seguridad fronteriza. Es una situación que ningún estratega serio habría diseñado deliberadamente.

Al final, lo que tenemos es una demostración perfecta de cómo no se hace política exterior. Trump despliega una fuerza naval que costaría menos usar para colonizar Marte, contra un país cuyo ejército funciona con las sobras del almuerzo, para resolver un problema de narcotráfico que requiere cooperación internacional, no bombas.

Mientras tanto, Colombia se ve obligada a elegir entre la lealtad histórica hacia Washington y la realidad geográfica de tener que vivir al lado de Venezuela, pase lo que pase. Petro eligió la geografía, y aunque eso le cueste críticas de la oposición uribista —que ve en cada gesto de pragmatismo una traición a la patria—, es probablemente la única decisión sensata en todo este teatro del absurdo.

Porque al final del día, cuando Trump se vaya y sus barcos regresen a casa, Colombia seguirá teniendo 2,219 kilómetros de frontera con Venezuela. Y esa realidad no cambia con cruceros lanzamisiles ni con toda la retórica sobre carteles imaginarios. La geografía, como siempre, es más terca que la política.

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