Hay peleas que se ganan en el ring y otras que se ganan en los tribunales. Chuck Wepner libró ambas, aunque la segunda le tomó más de tres décadas resolver. Y en el medio, sin quererlo, se convirtió en el arquetipo cinematográfico más perdurable del cine deportivo.
La noche del 24 de marzo de 1975, en el Richfield Coliseum de Ohio, un vendedor de licores de Nueva Jersey llamado Charles «Chuck» Wepner hizo algo que nadie esperaba: tumbó a Muhammad Ali. Por 19 segundos que parecieron eternos, el campeón mundial de peso pesado yació en la lona mientras «El Sangrador de Bayona» —apodo que Wepner había ganado a fuerza de cortarse la cara en cada pelea— se quedó parado en la esquina contraria, probablemente tan sorprendido como el resto del mundo.
Wepner llegaba a esa pelea con un récord respetable pero no espectacular: 36 victorias, 14 derrotas y 2 empates en 52 peleas. Era un tipo duro que se ganaba la vida vendiendo licor y peleando los fines de semana. Ali, por su parte, era Ali: el rey indiscutible, el poeta del boxeo, el hombre que había recuperado su título tras los años de exilio por negarse a ir a Vietnam.
La pelea duró 15 asaltos. Wepner perdió por nocaut técnico a falta de 19 segundos para el final, pero había hecho algo más valioso que ganar: había aguantado. Había ido la distancia —casi completa— con el mejor púgil de su generación. Entre el público, un actor desconocido de Filadelfia llamado Sylvester Stallone tomaba notas mentales que le cambiarían la vida.
Tres días y medio después, Stallone tenía listo el guion de Rocky. Fue un torrente creativo alimentado por la adrenalina de haber presenciado algo épico. La historia de un boxeador de clase trabajadora que recibe una oportunidad inesperada y que, sin ganar el título, demuestra que la verdadera victoria está en no rendirse.
Los paralelos con Wepner eran evidentes para cualquiera que hubiera seguido el boxeo: el peleador local, el trabajo humilde, la oportunidad dorada, la resistencia heroica. Stallone incluso tomó prestados detalles de otros púgiles: la escena icónica de Rocky golpeando las carcasas de carne congelada venía de Joe Frazier, quien trabajaba en un matadero. El espíritu de redención recordaba a Rocky Graziano, cuya vida había inspirado otra película de boxeo en 1956.
Pero Stallone hizo una modificación crucial: a diferencia de Wepner, Rocky Balboa no sería noqueado. Duraría los 15 asaltos completos. El mensaje era claro: la verdadera victoria no está en ganar el título, sino en la superación personal.
Con el guion bajo el brazo, Stallone se enfrentó a una odisea que reflejaba la de su personaje. Los estudios vieron el potencial de la historia, pero no del actor. Le ofrecieron sumas de seis cifras por los derechos del guion, con la condición de que otro interpretara a Rocky. Robert Redford, Ryan O’Neal, Burt Reynolds, James Caan: todos fueron barajados para el papel principal.
Stallone se negó. Su situación financiera era precaria, pero eligió luchar por su visión artística. «Nunca me habría perdonado a sí mismo si la película hubiera sido un éxito con otra persona en el papel principal», confesaría años después.
El punto de inflexión llegó con los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff, quienes tenían un contrato con United Artists que les permitía dar luz verde a proyectos de bajo presupuesto. Finalmente accedieron, pero con una condición: el presupuesto se reduciría a apenas 1.075 millones de dólares.
Lo que pasó después fue un fenómeno que superó todas las expectativas. Rocky se filmó en 28 días con un presupuesto que hoy no alcanzaría ni para el catering de una superproducción. Pero la modestia del presupuesto se convirtió en su fortaleza: obligó al equipo a ser creativo, auténtico, visceral.
Los números hablan por sí solos: con esos 1.1 millones de dólares, la película recaudó 117 millones en Norteamérica y 107 millones en el resto del mundo, para un total global de 225 millones. Un retorno de la inversión de más del 11,000%. En 1976, fue la película de mayor recaudación en Estados Unidos y Canadá. En 1977, solo Star Wars la superó.
Rocky no solo fue un éxito financiero; dominó su época y redefinió las reglas del juego. Demostró que una película de bajo presupuesto, con un guion sólido y un actor desconocido pero comprometido, podía superar a las grandes producciones protagonizadas por estrellas.
Uno de los elementos que catapultó a Rocky al olimpo cinematográfico fue su banda sonora. Bill Conti, el compositor, aceptó el proyecto por un modesto presupuesto de 25,000 dólares. El tema principal, «Gonna Fly Now», lo creó junto con las letristas Carol Connors y Ayn Robbins en una sola sesión de tres horas en un estudio de Hollywood.
Con apenas 30 palabras de letra, la canción capturó la esencia del viaje de Rocky. Su impacto fue inmediato: alcanzó el número uno en la lista Billboard Hot 100 en 1977 y años después el American Film Institute la ubicaría en el puesto 58 de las 100 mejores canciones de películas.
Pero lo revolucionario no fue solo la música, sino cómo se integró con la imagen. En lugar de que el compositor creara la música para la película ya editada, el editor Richard Halsey y Conti trabajaron a la inversa: primero compusieron la pieza musical, luego editaron las imágenes para sincronizarlas perfectamente con el ritmo de la partitura.
El resultado fue la secuencia de entrenamiento más icónica del cine: Rocky golpeando carne, corriendo por las calles de Philadelphia, subiendo los 72 escalones del Museo de Arte, levantando los brazos en señal de victoria mientras la música alcanza su crescendo. No era solo una demostración de progreso físico; era un clímax emocional ascendente, un símbolo visual y auditivo de la perseverancia que sería imitado innumerables veces.
La consagración llegó en la 49ª entrega de los Premios Oscar. Rocky recibió diez nominaciones, incluyendo Mejor Actor y Mejor Guion Original para Stallone. Se llevó tres de los premios más prestigiosos: Mejor Película, Mejor Director para John G. Avildsen y Mejor Montaje.
La victoria de Rocky en Mejor Película fue un momento cultural trascendental. Venció a cintas más complejas y cínicas como Taxi Driver, Todos los Hombres del Presidente y Network. No fue solo un premio a la excelencia cinematográfica; fue una declaración cultural. En un momento de crisis económica y desilusión nacional en Estados Unidos, Rocky se convirtió en un símbolo del sueño americano en su forma más pura.
La recepción crítica fue dividida pero apasionada. Roger Ebert le otorgó cuatro de cuatro estrellas y comparó a Stallone con «un joven Marlon Brando». Vincent Canby del New York Times la desestimó como «sentimentalismo puro» y «puro cuento de los años 30». Pero el público había decidido: Rocky era suya.
Mientras tanto, Wepner seguía vendiendo licores y peleando esporádicamente. Veía cómo su historia —porque él sabía que era su historia— se volvía inmortal en manos de otro. Los «Rocky Steps» del museo de Philadelphia se convertían en atracción turística. La estatua de bronce de Rocky, encargada por Stallone para promover Rocky III, se instalaba permanentemente al pie de los escalones. Su música se volvía himno en gimnasios y eventos deportivos.
Stallone negó durante años que Wepner fuera su inspiración. «Es una historia original», repetía en entrevistas, mientras Rocky generaba secuelas, merchandising, una franquicia que eventualmente sumaría más de mil millones de dólares.
Wepner se quedaba callado. Hasta 2003.
Ese año, ya con 64 años, Wepner decidió que había aguantado suficiente. Demandó a Stallone por usar su historia sin permiso y sin compensación. No pedía reconocimiento artístico; pedía lo que consideraba justo: una parte de las ganancias de una historia que, según él, había vivido en carne propia.
La demanda se extendió por tres años. Stallone siguió negando, Wepner siguió insistiendo. Los abogados presentaron evidencias, testimonios, paralelismos imposibles de ignorar. Finalmente, en 2006, llegaron a un acuerdo confidencial. Nunca se supo cuánto dinero cambió de manos, pero Wepner salió de la corte sonriendo.
Hoy, Rocky sigue siendo más que una película. Es un arquetipo cultural, un faro de inspiración que trasciende generaciones. Sus escalones siguen siendo escalados por miles de visitantes anuales. Su música sigue sonando en momentos de superación personal. Su mensaje —que la verdadera victoria está en tener el coraje de luchar— sigue resonando.
La ironía es deliciosa: el hombre que inspiró la historia de alguien que no se rinde, tuvo que luchar durante décadas para que le reconocieran su papel en esa misma historia. Wepner había vuelto a ir la distancia, esta vez contra Hollywood.
Chuck Wepner vive tranquilo en Nueva Jersey. Ya no vende licores. Su historia la conoce todo el mundo, aunque muchos no sepan su nombre. En las noches, cuando ponen Rocky en televisión, seguramente se sienta en su sillón y sonríe. Al final, tanto él como su alter ego cinematográfico aprendieron la misma lección: a veces ganar no es lo importante. A veces basta con seguir de pie.
La diferencia es que Rocky Balboa solo tuvo que aguantar 15 asaltos. Chuck Wepner aguantó 31 años. Pero al final, ambos fueron la distancia