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El día que Bogotá ardió en directo

Hay fechas que se graban a fuego en la memoria colectiva. El 23 de julio de 1973 fue una de esas. Ese lunes por la mañana, cuando los bogotanos apenas se despertaban para ir al trabajo, el Edificio de Avianca,se convirtió en una antorcha gigantesca que ardía contra el cielo de la capital.

No era cualquier edificio. Ahí estaba el primer rascacielos del país, el más alto de Suramérica en su momento: 161 metros de puro concreto y vidrio que miraban de tú a tú a las montañas que abrazan la ciudad. Era el símbolo de lo que Colombia quería ser: moderna, próspera, mirando hacia el futuro. Y esa mañana se estaba quemando ante los ojos de todo el país.

El fuego empezó poco después de las siete, en el piso 14.Algunos lo llamaban el 13 —porque en estos edificios elegantes se saltaban ese número por superstición— pero da igual: las llamas no entienden de cábala. Al principio fue cosa de baldes y extintores, esos primeros minutos en los que todavía uno cree que puede controlar lo incontrolable. Pero el incendio tenía otros planes.

En quince minutos llegaron los bomberos. Para entonces ya era tarde. El fuego había encontrado un festín: alfombras, tapetes, gasolina almacenada donde no debía estar, muebles de madera, cortinas, papel, todo ese arsenal de combustible que se acumula en una oficina de los setenta. El piso 14 era una trampa mortal esperando la chispa indicada.

La cosa se puso fea en forma rápida. El fuego trepó por el edificio como si tuviera prisa, del piso 14 al 37, tragándose 24 plantas completas. Los bomberos miraban impotentes desde abajo: sus mangueras apenas llegaban al piso 12. Era como tratar de apagar el sol con una pistola de agua.

Lo que siguió fue televisión en vivo, algo que entonces era casi ciencia ficción. Todo Bogotá, todo Colombia, vio arder su torre más alta en tiempo real. Las imágenes de los helicópteros dando vueltas alrededor del edificio en llamas quedaron marcadas para siempre. Era el apocalipsis en directo, transmitido a todo color.

Arriba, en esas oficinas convertidas en horno, la gente vivía su propia pesadilla. Algunos corrían escaleras arriba buscando la azotea, otros se quedaban paralizados por el humo y el pánico. Los más desesperados… bueno, al menos una persona no pudo soportar la espera y se lanzó al vacío antes que las llamas la alcanzaran.

La salvación vino del cielo. Los helicópteros de la Fuerza Aérea y de Helicol aterrizaron en la azotea y fueron sacando de a pocos a los sobrevivientes. Los llevaban a la Plaza de Bolívar, que se convirtió en un hospital improvisado.

El fuego duró doce horas. Doce horas de infierno urbano que dejaron un saldo de cuatro muertos y 63 heridos. Pero lo más raro de todo es que cuando se apagó la última llama, cuando se asentó el humo y pudieron echar un vistazo, el edificio seguía ahí. Chamuscado, desollado, con las tripas al aire, pero en pie.

El concreto había aguantado. Toda esa estructura de hormigón reforzado que diseñaron Esguerra Sáenz y los suyos junto al italiano Doménico Parma demostró de qué estaba hecha. Por dentro era un desastre, pero los huesos del edificio no se habían quebrado. Tanto que después lo repararon y ahí sigue, cincuenta años después, como si nada.

Pero lo que realmente cambió fue el país. Esa tragedia en vivo le enseñó a Colombia que no estaba preparada para ser moderna. Que sus bomberos no servían para rascacielos, que sus edificios eran bombas de tiempo, que sus normas de seguridad eran cosa de risa.

Ahí nació todo lo que hoy conocemos: los rociadores automáticos, las alarmas que funcionan, las salidas de emergencia que no son decorativas, las escaleras presurizadas, los planes de evacuación que la gente sabe de memoria. La tragedia del Edificio de Avianca parió la Norma Sísmica Colombiana y todas esas siglas aburridas pero necesarias que hoy impiden que los edificios se conviertan en crematorios.

Cincuenta años después, el Edificio de Avianca sigue ahí, en la 7 con 16, recordándole a Bogotá el día que aprendió a no jugar con fuego. Es un monumento involuntario a los cuatro que murieron y a todos los que pudieron haber muerto. Un rascacielos que sobrevivió para contar la historia de cuando la capital se despertó en llamas y decidió que eso no podía volver a pasar.

 

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