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La creatividad no es de genios

Hay que acabar de una vez por todas con el cuento de que la creatividad es cosa de iluminados. Que uno se levanta una mañana con el pelo alborotado y ¡zas!, como si le hubiera caído un rayo, se le ocurre la idea del siglo. Mentiras. La creatividad es tan entrenable como aprender a manejar bicicleta o hacer un sancocho decente.

Lo dice la ciencia, pero también lo confirma cualquiera que haya parido una idea después de darle vueltas al asunto durante semanas. La creatividad no es el momento mágico; es el proceso completo. Desde que uno se sienta a entender el problema hasta que lo resuelve de una manera que nadie había pensado antes.

Graham Wallas lo explicó hace casi cien años, pero parece que no hemos aprendido la lección. El tipo dividió el proceso creativo en cuatro etapas que cualquier mortal puede seguir: preparación, incubación, iluminación y verificación. No hay magia ahí, solo trabajo sistemático.

La preparación es donde uno se empapa del tema hasta las cejas. Lee, investiga, pregunta, analiza. Sin esta fase, no hay creatividad que valga. Es como pretender cocinar sin ingredientes. La incubación es cuando uno se aleja del problema y deja que la mente trabaje sola, en silencio. Aquí es donde entra esa costumbre tan nuestra de posponer las cosas, pero resulta que la «procrastinación intencional» no es pereza, sino estrategia.

Luego viene la iluminación, ese momento en que las piezas encajan. Puede ser en la ducha, manejando o tomando café. Pero no es casualidad: es el resultado de todo el trabajo anterior. Y por último, la verificación, donde uno prueba si la idea sirve o no. Porque una idea que no resuelve nada no es creativa, es solo rara.

Contrario a lo que vende Hollywood, las personas creativas no son extraterrestres con peinados raros y manías excéntricas. Tienen características identificables, sí, pero nada sobrenatural.

Son curiosos hasta el cansancio. Preguntan «¿por qué?» como niños de cinco años y no se conforman con respuestas fáciles. Toleran la incertidumbre mejor que el resto. Mientras otros se desesperan por tener la respuesta ya, ellos pueden quedarse en la duda, explorando posibilidades.

También son sensibles. Captan cosas que otros no ven: un color distinto en el cielo, una conversación interesante en el bus, un patrón raro en los datos. Esa sensibilidad los convierte en esponjas de estímulos, pero también los agota. Por eso muchos son introvertidos: necesitan tiempo a solas para procesar todo lo que absorben.

Y aquí viene algo interesante: son resilientes. Entienden que el fracaso es parte del proceso, no el final del mundo. Experimentan, se equivocan, aprenden y vuelven a intentar. Es una mentalidad de crecimiento que cualquiera puede desarrollar.

La creatividad no es solo arte. También es ciencia, negocios, educación. Cualquier campo donde haya que resolver problemas de maneras nuevas. Y para cada contexto, hay métodos específicos.

El modelo Osborn-Parnes, por ejemplo, es muy usado en empresas. Tiene seis pasos: definir el objetivo, recopilar información, redefinir el problema, generar ideas, seleccionar las mejores e implementarlas. Suena a proceso de consultoría porque básicamente lo es.

Otro enfoque es el modelo Geneplore, que funciona como un ciclo: primero generas elementos sueltos, ideas a medias, conceptos sin pulir. Luego exploras esos elementos, los combinas, los transformas hasta que algo útil emerge. Es como hacer un collage mental.

Existe la creatividad mimética, que es básicamente copiar y adaptar. La analógica, donde uno resuelve problemas estableciendo semejanzas entre campos distintos. La bisociativa, que combina ideas familiares con no familiares para crear algo completamente nuevo. Y así.

El punto es que no hay una sola forma de ser creativo. Algunos son mejores contando historias, otros resolviendo ecuaciones, otros diseñando productos. La genialidad no es más que creatividad llevada al extremo, pero todos tenemos el potencial básico.

Por más introvertidos que sean, los creativos necesitan un contexto favorable. Un ambiente diverso, donde se crucen perspectivas distintas. Equipos que mezclen disciplinas, culturas, experiencias. La colaboración funciona, aunque parezca contradictorio.

La creatividad se entrena como cualquier músculo. Hay ejercicios prácticos: romper rutinas, explorar lugares nuevos, leer sobre temas ajenos al trabajo, llevar un cuaderno de ideas, meditar (o simplemente aburrirse a propósito).

También funciona rodearse de gente creativa. No necesariamente artistas, sino personas que abordan los problemas desde ángulos inesperados. La creatividad se contagia en las conversaciones, en los debates, en los proyectos compartidos.

Aquí hay una distinción importante: creatividad es tener la idea, innovación es hacerla realidad. Uno puede ser muy creativo y nunca innovar porque no logra implementar sus ocurrencias. En el mundo empresarial, esto es clave. Las compañías que solo generan ideas pero no las ejecutan se quedan en el papel.

La innovación es creatividad con resultados medibles. Es el proceso de negocio que monetiza las ideas, las convierte en productos, servicios, soluciones. Sin esta fase de ejecución, la creatividad se queda en ejercicio mental.

Con la automatización creciente, las habilidades creativas se vuelven cada vez más valiosas. Las máquinas pueden procesar información, pero aún no pueden generar ideas verdaderamente originales. Esa sigue siendo una ventaja humana.

Por eso vale la pena invertir en desarrollar la creatividad, tanto a nivel personal como organizacional. No es cuestión de talento innato, sino de método, práctica y persistencia. Como decía un sabio: la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando.

La creatividad no es magia. Es una habilidad humana fundamental que todos podemos desarrollar. Solo hay que dejar de esperar el momento perfecto y ponerse a trabajar en el proceso. El resto llega por añadidura.

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