Hay algo profundamente tragicómico en la Organización de las Naciones Unidas. Como esos matrimonios que llevan décadas juntos más por costumbre que por amor, la ONU sigue ahí, en su edificio de cristal en Nueva York, celebrando reuniones interminables mientras el mundo se desmorona a pedazos. Y sin embargo, nadie se atreve a pedirle el divorcio.
Porque resulta que esta institución, nacida de las cenizas humeantes de la Segunda Guerra Mundial como un «nunca más» colectivo, se ha convertido en algo que sus fundadores jamás imaginaron: un teatro del absurdo donde 193 países fingen que se escuchan mientras cinco de ellos —los eternos dueños del poder— tienen la última palabra. O mejor dicho, la última vetada.
El Consejo de Seguridad es quizás la metáfora perfecta de cómo funciona realmente el poder en este planeta. Cinco países —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido— se sentaron en 1945 alrededor de una mesa y dijeron: «Nosotros ganamos la guerra, nosotros ponemos las reglas». Setenta y nueve años después, siguen ahí, como esos amigos de la universidad que nunca superaron sus años de gloria.
El derecho de veto, que suena muy elegante en los documentos oficiales, en la práctica funciona así: si a alguno de estos cinco no le gusta algo, levanta la mano y dice «no». Y punto. No importa que los otros 188 países estén de acuerdo, no importa que haya una crisis humanitaria, no importa que el planeta se esté derritiendo. Si Estados Unidos dice no a una resolución sobre Palestina, no hay resolución. Si Rusia dice no a ayuda para Ucrania, no hay ayuda. Simple y brutal.
Los números no mienten: en la última década, 27 de los 30 vetos se relacionaron con tres conflictos donde estos países tenían intereses directos. Palestina, Siria, Ucrania. Como si fuera casualidad.Mientras tanto, en la Asamblea General —el supuesto «parlamento de las naciones»— todos tienen voz pero nadie tiene voto que importe. Es como esos consejos estudiantiles que pueden opinar sobre los menús del comedor pero no sobre los horarios de clase. Cada país, desde Estados Unidos hasta San Marino, tiene un voto. Suena democrático, pero sus resoluciones son apenas recomendaciones elegantes que terminan archivadas en algún cajón de la burocracia internacional.La ironía es deliciosa: el órgano más representativo de la ONU es también el más irrelevante. Y el más poderoso —el Consejo de Seguridad— funciona como una dictadura de cinco.
En 2015, en un arranque de optimismo que hoy parece casi ingenuo, la ONU se propuso 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible. Erradicar la pobreza, acabar con el hambre, lograr la igualdad de género. Todo para 2030. Ya vamos por 2025 y los números son despiadados: casi una de cada diez personas sigue pasando hambre, alcanzar la paridad de género en posiciones de liderazgo tomará 176 años —176—, y el planeta sigue calentándose mientras los países siguen reuniéndose para hablar de cómo van a hablar del clima.
No es que la ONU no haya logrado cosas importantes. Su trabajo en derechos humanos cambió para siempre la forma en que entendemos la dignidad humana. Sus misiones de paz, por imperfectas que sean, han evitado que muchos conflictos se convirtieran en masacres. El simple hecho de que exista un espacio donde todos los países del mundo pueden sentarse a hablar —así sea para insultarse educadamente— no es poca cosa.
Curiosamente, el único órgano de la ONU que puede presumir de haber cumplido totalmente su misión es el Consejo de Administración Fiduciaria. Su trabajo era guiar a los territorios coloniales hacia la independencia. En 1994 cerró sus puertas porque ya no tenía nada que hacer: todos los territorios bajo su tutela habían logrado el autogobierno. Éxito total. Misión cumplida.
Es casi poético: la única parte de la ONU que funcionó perfectamente fue la que se diseñó para autodestruirse.
El problema de fondo con la ONU es que está atrapada en una contradicción imposible: necesita ser universal para ser legítima, pero necesita ser efectiva para ser relevante. Y resulta que estas dos cosas son mutuamente excluyentes cuando tienes que lidiar con 193 egos nacionales, cinco vetos históricos y problemas que no entienden de fronteras.Los críticos dicen que la ONU es inútil, que es un elefante blanco, que habría que cerrarla y empezar de nuevo. Los defensores responden con una pregunta incómoda: ¿y qué proponen en su lugar? ¿193 países haciendo cada uno lo que se le ocurra? ¿Un mundo sin ningún espacio para el diálogo multilateral?
Quizás la grandeza de la ONU no esté en lo que ha logrado, sino en lo que representa: la idea obstinada de que es posible sentarse a hablar en lugar de matarse. En un mundo donde los nacionalismos resurgen como zombis y las democracias se resquebrajan, la simple existencia de un foro global ya es un pequeño milagro.Sí, el Consejo de Seguridad es una oligarquía disfrazada de democracia. Sí, la Asamblea General es un parlamento sin poder real. Sí, los Objetivos de Desarrollo Sostenible suenan más a lista de buenos deseos que a plan ejecutable. Pero en las crisis más duras, cuando el mundo parece a punto de explotar, todos —absolutamente todos— terminan llamando a la ONU.
Porque al final del día, esta institución imperfecta, contradictoria y a menudo inútil sigue siendo lo único que tenemos. Y en un mundo que cada día se parece más a un reality show distópico, eso no es poco. Es, literalmente, todo lo que nos queda.
