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Hay algo profundamente colombiano en la historia de Hernán Peláez Restrepo,y no es solo el fútbol. Es esa capacidad nuestra de reinventarnos cuando la vida nos pega la patada más dura, de encontrar en los rincones más inesperados la vocación que nos marca para siempre. Porque este caleño que hoy conocemos como «el doctor» de los medios empezó mezclando químicos en laboratorios de Shell y Esso, calculando fórmulas que nada tenían que ver con las que después usaría para conquistar las ondas radiales del país.

A los 21 años, cuando todavía andaba con la bata blanca de ingeniero químico en formación, alguien lo invitó a Radio Modelo de Unión Radio. Álvaro Gutiérrez B. había detectado algo en este muchacho que hablaba de fútbol con la misma precisión con que analizaba reacciones moleculares. Durante diez años vivió esa doble vida: de lunes a viernes destilando petróleo, los fines de semana destilando pasiones futboleras por el micrófono.

Hasta que un día decidió que las tertulias le gustaban más que los tubos de ensayo.La transición no fue casual. Esa mente metódica que la ingeniería le había moldeado se convirtió en su marca registrada: el análisis profundo, la memoria prodigiosa, la capacidad de hilar datos como quien arma un rompecabezas. Mientras otros periodistas deportivos gritaban desde las vísceras, Peláez construía desde la razón. Y funcionó.

Durante muchos años condujo «La polémica», un espacio donde personajes  como Edgar Perea, Jaime Ortíz, Oscar Rentería, defendian con furor los equipos de sus ciudades. Peláez los manejaba de manera magistral. Luego vino *La Luciérnaga* fotra de sus obras maestras , aunque la idea original haya sido de Yamid Amat. Peláez la tomó y la convirtió en fenómeno cultural, en ese espacio donde el humor y el periodismo se encontraban para burlarse de presidentes y futbolistas por igual. Su metodología era tan peculiar como efectiva: dirigía de pie, se santiguaba para que entrara el imitador del cura Hoyos, coordinaba a su equipo como director de orquesta.»Buen entrenador», le dicían sus colaboradores. Y tenía sentido: sabía sacar lo mejor de cada jugador, dejar que «brillaran con su propia luz». En un medio donde el ego suele ser el protagonista, él prefería el trabajo coral. Algo aprendió de su formación científica: los mejores resultados surgen de la colaboración, no de la vanidad.

Con Iván Mejía armó El Pulso del Fútbol, esa sociedad que definió la radio deportiva colombiana por más de década y media. Los rumores de peleas nunca faltaron —porque en este país necesitamos el drama hasta en las cabinas de radio—, pero Peláez siempre fue claro: Mejía era su padrino, el que confió en él cuando pocos lo hacían.

Su estilo se construyó sobre una premisa simple pero efectiva: «el cuento». En un mundo saturado de información, lo que realmente engancha es una historia bien contada. No el análisis técnico que nadie entiende, sino la anécdota que conecta, que hace sentir al oyente que está charlando con un amigo que sabe mucho de fútbol.»Yo comento, no critico», solía aclarar. Una distinción fundamental en estos tiempos donde todos se creen técnicos. Su humildad intelectual era refrescante: respetaba al oyente, no lo subestimaba con cátedras incomprensibles.

Pero si hay algo que define a Hernán Peláez más que sus programas exitosos, es cómo enfrentó lo que nadie quiere enfrentar. En 2011 le diagnosticaron mieloma múltiple, cáncer de médula ósea. Su reacción fue tan pragmática como todo en su vida: «¿Cuál es el tratamiento? Empecemos mañana».Veinticuatro sesiones de quimioterapia que programó los viernes para poder trabajar hasta el final de la semana. Caracol le montó un estudio en la casa, se adelantó a la pandemia por pura necesidad. Durante seis meses transmitió desde allí sin que la audiencia notara la diferencia en su voz.Trabajar durante el tratamiento no fue terquedad; fue supervivencia. «El peor resultado de una enfermedad es la inactividad», reflexionaba. Su trabajo se convirtió en terapia, en ocupación que lo salvaba de la depresión. Y cuando decidió contar públicamente su batalla, se convirtió en ejemplo de esa cosa tan nuestra: la berraquera.

Hoy, sigue activo en Peláez y De Francisco en La W y además tiene un programa de tango( su otra pasión) los domingos en la noche. Ya no el ritmo frenético de antes, sino conversaciones pausadas sobre el fútbol de ayer y hoy, con anécdotas y música. Como debe ser a esta altura de la vida: más sabiduría, menos prisa.

La historia de Hernán Peláez es la de un país que se reconoce en sus contradicciones: el ingeniero que se hizo periodista, el analista frío que domina el humor, el hombre pragmático que entiende la importancia de la emoción. Es la prueba de que la autenticidad, esa palabra tan manoseada, todavía existe.

Porque al final, lo que nos queda de «el doctor» no son solo los programas que marcaron época o las frases que se volvieron parte de nuestro lenguaje cotidiano. Es la lección de que se puede cambiar de fórmula sin perder la esencia, de que la mejor manera de enfrentar la vida —con sus cánceres incluidos— es trabajando, contando historias, siendo real.

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