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La ciudad de los Trolleys

Hay una Bogotá que ya no existe, una que se movía con el zumbido eléctrico de unos buses conectados al cielo por dos cables delgados. Era una ciudad que miraba hacia adelante sin saber que estaba a punto de dar varios pasos atrás.

El último trolebús de Bogotá hizo su recorrido final una noche de agosto de 1991. No hubo ceremonias ni discursos. Simplemente dejó de andar. Con él se fue algo más que un medio de transporte: se fue la idea de que esta ciudad podía sostener un sistema eléctrico, limpio, público. Se fueron 44 años de historia y, más doloroso todavía, se fue la memoria de que alguna vez lo logramos.

Porque esto es lo que pocos recuerdan: Bogotá fue pionera. Desde principios del siglo XX, la capital se movió sobre rieles eléctricos. Primero fueron los tranvías, esos vagones elegantes que recorrían el centro cuando la Séptima todavía era de tierra en algunos tramos. Luego, en 1947, llegaron los trolebuses, como una apuesta por no abandonar la energía eléctrica después de que el Bogotazo incendiara buena parte de los tranvías en 1948.

La ciudad intentó aferrarse a lo que sabía hacer bien. Pero ya desde el principio había algo roto en el engranaje.

Los trolebuses de Bogotá nunca fueron nuevos. Eran, por decirlo con crudeza, las sobras de ciudades más ricas. En 1957, la administración distrital compró diez buses marca Brill que venían de Baltimore. Buses que habían sido fabricados en 1948. Es decir, casi una década de trote encima cuando llegaron aquí. Imagínese comprar el carro usado del vecino y pretender que le dure otros veinte años sin mantenimiento.

Y no era solo eso. La flota era un rompecabezas imposible: Brill de Baltimore, Pullman de Greenville, y hasta trolebuses ZiU que probablemente venían de algún rincón de la Unión Soviética. Cada modelo con sus propios repuestos, sus propios manuales en idiomas que nadie leía, sus propias mañas. Mantener eso funcionando era como armar un Frankestein sobre ruedas cada mañana.

Había rutas importantes, eso sí. Uno de esos Brill llevaba el letrero «8 / 12 de Octubre», recorriendo barrios que entonces apenas se consolidaban. Los trolebuses cubrían arterias esenciales de la ciudad, pero siempre con el mismo problema de fondo: se varaban cuando se iba la luz. Y en el Bogotá de mediados de siglo, eso pasaba seguido.

Un sistema de transporte masivo no puede depender de un tendido eléctrico endeble. Pero aquí nadie pareció pensar en eso con seriedad.

La Empresa Distrital de Transportes Urbanos —la EDTU— nació en 1959 con el Acuerdo 5 del Concejo de Bogotá. Sobre el papel, era la solución: una entidad pública que administraría el transporte eléctrico de la ciudad. En la práctica, se convirtió en otra cosa.

Los testimonios de la época no dejan lugar a dudas. El saqueo, dicen, estaba a la orden del día. Había mil maneras de robar, y todas se ensayaron. La anécdota que mejor resume el descalabro es esta: los buses salían del patio con llantas nuevas y regresaban el mismo día con llantas viejas. Se las cambiaban en el camino. Así de descarado.

No era solo corrupción administrativa, de esas que se esconden en contratos inflados o sobrecostos maquillados. Era pillaje directo, a plena luz. Y claro, si los buses no tenían llantas, no rodaban. Si no rodaban, no había ingresos. Si no había ingresos, no había plata para arreglarlos. El círculo vicioso se cerró rápido.

Para finales de los ochenta, la EDTU era un cadáver corporativo. El 8 de diciembre de 1990, el Concejo de Bogotá dictó sentencia con el Acuerdo 22: liquidación. Se creó un fondo para pagar las cesantías de los empleados y poco más. El resto fue desmantelamiento puro y duro.

Nadie pensó en conservar algo. Ni un trolebús para un museo, ni un tramo de cable como patrimonio, ni siquiera los planos. Bogotá quiso olvidar rápido, como se olvida una vergüenza.

Y tal vez eso fue lo peor. Porque al borrar todo rastro, la ciudad perdió la posibilidad de recuperar ese saber. Hoy, cuando hablamos de electromovilidad como si fuera una novedad importada, habría que recordar que Bogotá operó transporte eléctrico masivo durante más de un siglo. Que lo hizo bien en algunos momentos y mal en otros, pero que lo hizo. Y que al final no fue la tecnología la que falló: fue la gente que la administraba.

 

Los trolebuses de Bogotá se apagaron hace más de treinta años. Sus cables fueron cortados, sus carrocerías desguazadas, su historia casi borrada. Pero su fantasma sigue recorriendo la ciudad, zumbando bajito en cada debate sobre transporte público, recordándonos que alguna vez supimos cómo hacerlo. Y que lo perdimos no por falta de tecnología, sino por falta de vergüenza.

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