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Bogotá, una obra de arte

La cosa arrancó el 20 de septiembre y no para hasta el 9 de noviembre. Casi dos meses en los que Bogotá deja de ser solo el escenario para convertirse en la protagonista. La Bienal Internacional de Arte y Ciudad BOG25 no es una exposición más de esas que uno visita un domingo por la tarde para salir del tedio. Es un bicho raro, ambicioso, que pretende usar el arte como excusa para repensarnos.

El nombre ya lo dice todo: Arte y Ciudad. No es casual. Los organizadores —Idartes y la Secretaría de Cultura— decidieron que esto no podía quedarse encerrado entre cuatro paredes, exhibiendo obras para el mismo círculo de siempre. La apuesta es hacer de toda Bogotá una galería viva, con más de 200 artistas de 12 países desplegados en más de 25 sedes. Desde el Palacio San Francisco, que funciona como ancla, hasta rincones donde el arte no suele hacer escala.

Y lo mejor: la entrada es gratis. Bueno, casi siempre. Hay que llegar temprano porque el aforo tiene límite, pero nadie cobra boleta. De martes a sábado, de 11 de la mañana a 6 de la tarde, las puertas están abiertas para quien quiera meterse en esto.

Acá no vienen a venderle a uno cuentos de hadas. El eje curatorial arranca con dos pesos pesados del arte latinoamericano: Beatriz González y Alfredo Jaar. Dos artistas que nunca le han huido al bulto, que han trabajado toda la vida con la violencia, la memoria, el dolor. González con esas imágenes que desarman la historia política colombiana; Jaar con su mirada implacable sobre las crisis humanitarias.

¿Y qué hacen con ellos? Montar una conversación sobre la «felicidad». Pero no la felicidad de paquete turístico, sino esa que se construye en medio del caos, la que coexiste con el trauma. Es una jugada inteligente: usar el optimismo superficial de estos eventos culturales para confrontarlo con las realidades duras que nos tocan. Porque sí, Bogotá es muchas cosas, pero no es un cuento de Instagram.

 

Si hay un mes para no perderse nada, es octubre. Ahí es donde la Bienal muestra sus cartas más interesantes.

Para los que quieran meter mano, el 10 y 11 de octubre hay un taller de máscaras con materiales reciclables en la Cinemateca. La idea es armar personajes, jugar con cosas que normalmente uno tiraría a la basura. Eso sí, no hay claridad sobre cómo inscribirse, así que toca estar pilas con las redes de la Bienal.

En algún momento de octubre —las fechas exactas brillan por su ausencia— habrá cumbia en vivo con Ali Gua Gua y la Orquesta Filarmónica de Mujeres. Para ese sí hay que inscribirse con anticipación porque el aforo va a reventar. También programaron un seminario sobre ritual y naturaleza, con entrada libre hasta que se llene.

Lo que hace distinta a esta Bienal es que obliga a moverse. No hay forma de verlo todo desde un solo punto. Las sedes van del Archivo de Bogotá al Museo de Arte Contemporáneo de Uniminuto, pasando por el Centro Cívico de los Andes, el Museo de Artes Visuales de la Tadeo Lozano, el Claustro de San Agustín en la Nacional. Y espacios públicos: el Parque Santander, el Teatro El Parque, la Plazoleta de la Basílica de Lourdes.

Esa dispersión es intencional. La idea es que uno cruce la ciudad, que se encuentre con barrios que no frecuenta, que el arte sea el pretexto para recorrer territorios ajenos. Es incómodo, sí, pero también es de lo más honesto que se puede hacer en una ciudad tan fragmentada como Bogotá.

Con todo y su ambición, la Bienal tiene grietas logísticas. Tanta sede, tanto evento, y la información no siempre fluye clara. Ese asunto de las inscripciones previas para ciertos eventos —¿dónde se hace?, ¿cuándo?, ¿cómo?— es un misterio que puede terminar excluyendo justo a la gente que más necesita llegar. Porque una cosa es decir «entrada libre» y otra muy distinta es que la gente sepa cómo acceder realmente.

La recomendación es clara: meterse a www.bienalbogota.com y bajarse la guía digital completa. Ahí, en teoría, está todo: sedes, horarios, formularios de inscripción. Porque con más de 25 lugares activados simultáneamente, ir a ciegas es garantía de frustrarse.

Al final, BOG25 es una declaración de principios. La ciudad diciendo que el arte no es un lujo para unos pocos sino una herramienta de transformación social. Que la cultura puede tejer comunidad donde solo hay fragmentación. Que vale la pena invertir recursos públicos en esto, aunque no dé réditos inmediatos ni foto bonita para la alcaldía.

Es riesgoso, desordenado, probablemente imperfecto. Pero también es necesario. Porque si algo necesita Bogotá es mirarse de frente, sin filtros, y preguntarse qué demonios está haciendo con su gente, con su memoria, con sus espacios. Y si el arte puede abrir esa conversación, bienvenido sea.

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