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Barranquilla, un milagro a crédito

Hay ciudades que se reinventan en silencio y otras que lo hacen a punta de malecones y farolas nuevas. Barranquilla eligió la segunda opción y durante más de una década se vendió como el ejemplo perfecto de que sí se puede. El «Milagro Barranquillero» fue la etiqueta que todo el mundo repitió: la ciudad que resucitó de sus cenizas fiscales para convertirse en la joya del Caribe. Pero detrás de ese escaparate reluciente, las cuentas empezaron a no cuadrar.

A comienzos de los 2000, Barranquilla estaba quebrada. No era una exageración retórica: el Distrito había incumplido las metas de la Ley 617, esa que le dice a los alcaldes que no pueden gastar más de lo que recaudan. El Ministerio de Hacienda los tenía contra la pared. Sin crédito, sin inversión, sin futuro. Una ciudad paralizada.

El punto de quiebre llegó en 2008, cuando una nueva administración decidió que había que ponerle orden a ese desastre. Firmaron un acuerdo de reestructuración de pasivos, limpiaron el balance y, de golpe, Barranquilla volvió a ser sujeto de crédito. Ese fue el truco de magia: recuperar la capacidad de endeudarse. Y con esa llave abrieron la puerta a lo que vendría después.

Lo que vino fue una ola de macroproyectos. El Gran Malecón del Río Magdalena se convirtió en la postal oficial de la nueva Barranquilla. Hubo parques, puentes, avenidas remodeladas. La ciudad se puso bonita y la gente aplaudió. Tanto, que las encuestas de popularidad de los alcaldes superaron el 85%. Con ese respaldo, las administraciones empezaron a operar con una especie de carta blanca: flexibilizaron normas, aceleraron trámites, hicieron lo que fuera para que las obras salieran rápido. Fue eficiente, sí, pero también creó un modelo donde todo dependía de ese capital político concentrado. Una apuesta arriesgada.

Y las cifras, durante un tiempo, respaldaron el relato. Entre 2008 y 2022, el empleo en Barranquilla creció 1.5 veces. Ninguna otra área metropolitana del país lo logró. El valor agregado de la economía local subió 34.4% entre 2011 y 2020, más que Bogotá, más que Medellín, más que Cali. La pobreza monetaria cayó a 35.7%, la más baja del Caribe. Y el coeficiente Gini —ese número que mide la desigualdad— llegó a 0.468, el mejor del país entre las grandes ciudades. Parecía que todo el mundo estaba ganando.

Pero había un problema que nadie quería ver: el milagro se estaba pagando con tarjeta de crédito.

Entre 2017 y 2021, los ingresos fiscales propios del Distrito crecieron apenas 1.8% al año. Mientras tanto, el gasto seguía subiendo y la deuda se disparaba. Para 2022, el saldo de la deuda llegó a 2.7 billones de pesos. Traducido a deuda por habitante, cada barranquillero cargaba con 2.2 millones de pesos en obligaciones del Distrito. En 2017, esa cifra era de 733 mil pesos. La plata no alcanzaba y se empezó a notar: contratistas sin pagar, trabajadores del Distrito esperando sus salarios, colegios públicos sin luz porque no habían pagado la cuenta de energía.

El efecto tijera fiscal —ese momento en que los gastos crecen más rápido que los ingresos— ya no era una advertencia técnica de algún economista aburrido. Era una realidad que amenazaba con desmontar todo lo construido.

Y mientras la ciudad brillaba en el centro, los barrios populares seguían igual. Más de la mitad de los trabajadores, el 56.1%, están en la informalidad. Eso significa que no tienen seguridad social, ni contrato, ni nada que se parezca a estabilidad laboral. La pobreza extrema, aunque bajó, todavía afecta al 10.9% de la población. Los asentamientos informales siguen creciendo en las periferias, sin servicios dignos, sin espacios públicos decentes. La Triple A, la empresa de acueducto, fue investigada en 2022 por quejas masivas sobre agua turbia. Tener el servicio conectado no es lo mismo que tener agua potable las 24 horas.

Y luego está el tema que nadie quiere mencionar pero que todos sienten: la inseguridad. En 2024, la violencia se volvió el mayor dolor de cabeza de la administración. Homicidios, extorsiones, ajustes de cuentas entre bandas. El microtráfico se apoderó de barrios enteros. Y no es casualidad: cuando más de la mitad de la gente sobrevive en la informalidad, cuando los jóvenes no ven futuro, las estructuras criminales encuentran terreno fértil. El malecón no llegó a esos rincones.

El Plan de Desarrollo 2024-2027 promete enfocar 72 de cada 100 pesos en inversión social. Hay metas de mejorar centros de salud, titular predios informales, bajar el desempleo del 10% al 9%. Suena bien en el papel, pero la pregunta es si hay plata para cumplirlo sin seguir endeudándose hasta el cuello.

Barranquilla logró algo difícil: pasar de la quiebra al crecimiento en menos de dos décadas. Creó empleo, bajó la pobreza, redujo la desigualdad. Pero lo hizo apostándole todo a la deuda y a la infraestructura visible, dejando de lado lo que no se ve en las fotos: la calidad de los servicios, la formalización del empleo, la seguridad en los barrios olvidados.

El milagro fue real, pero ahora toca pagar la cuenta. Y si no se ajusta el modelo, si no se fortalece la base fiscal, si no se invierte en la gente tanto como se invirtió en el cemento, lo que parecía un renacimiento podría terminar siendo solo un espejismo costoso. Porque las ciudades no se sostienen con malecones. Se sostienen con trabajos dignos, servicios que funcionen y calles donde la gente pueda caminar sin miedo.

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