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Hay algo profundamente irónico en que un país bañado por cinco vertientes hidrográficas, bendecido con páramos que son verdaderas fábricas de agua y que ocupa el sexto lugar mundial en disponibilidad de agua dulce, tenga a millón y medio de sus habitantes bebiendo agua que les puede enfermar. Pero así es Colombia: un gigante sediento que se mira los pies mientras el río le pasa por encima.

Los números cantan: Mientras el 97% de los colombianos en las ciudades pueden abrir la llave y confiar —más o menos— en lo que sale, en el campo la cosa cambia: apenas el 84% tiene ese privilegio. Y cuando uno escarba un poco más, la Defensoría del Pueblo suelta la bomba: al menos 1,5 millones de colombianos han tomado agua con riesgos para su salud en el último año. No estamos hablando de cifras abstractas. Son personas reales, con nombres y apellidos, que se levantan cada mañana sin saber si el agua que toman les va a pasar factura.

La cosa no es que falte agua. Colombia recibe cada año unos 3.000 milímetros de lluvia, casi el triple del promedio mundial. El Magdalena, el Cauca, el Putumayo: ríos con nombre propio que atraviesan el país como arterias de un organismo vivo. Tenemos el Amazonas, el Orinoco, el Caribe, el Pacífico, el Catatumbo. Una riqueza hídrica que debería ponernos a salvo de cualquier crisis. Pero la realidad es otra, y mucho más incómoda: tener agua no es lo mismo que saber qué hacer con ella.

El sistema de páramos de Chingaza, por ejemplo, es el que mantiene viva a Bogotá. Esas montañas nubladas, frías y misteriosas, son más importantes para la capital que cualquier obra de infraestructura faraónica. Son esponjas naturales que regulan el agua, la purifican, la liberan con cuentagotas. Pero los páramos están bajo presión, amenazados por la expansión agrícola, la minería, el cambio climático. Y cuando se acaben, no habrá plan B.

Porque el cambio climático no perdona y en Colombia se siente con especial crudeza. El Niño y la Niña ya no son fenómenos excepcionales: son la nueva normalidad. Sequías brutales que dejan comunidades enteras sin una gota, seguidas de inundaciones que arrasan con todo. En 2025, más de 122.000 familias han sido damnificadas por las lluvias. Esa es la Colombia real, la que oscila entre la sed y el diluvio, sin término medio.

Y mientras tanto, los glaciares andinos se derriten. Los del Parque Nacional Natural de los Nevados, esos gigantes blancos que alguna vez parecieron eternos, se están despidiendo. Con cada grado que sube la temperatura, se acelera el deshielo, y con él se va el caudal de los ríos que nacen allá arriba. A largo plazo, eso significa menos agua para todos. Pero a largo plazo parece que no le importa a nadie.

En el contexto global, Colombia no está sola en su drama. Cerca de 2.400 millones de personas —el 36% de la población mundial— viven en regiones con escasez de agua. Para 2050, ese porcentaje podría llegar al 52%. Hay 884 millones de personas que no tienen acceso a agua potable segura, y 2.600 millones que carecen de saneamiento básico. El uso del agua aumentará un 40% para 2030, y el 70% de las extracciones de agua dulce a nivel global se va para la agricultura. El planeta tiene sed, y la crisis solo se va a poner peor.

Lo que pasa es que el agua no es solo un tema de grifos y cañerías. Es salud pública: sin agua limpia, las enfermedades diarreicas se propagan como pólvora, especialmente entre los niños. Es economía: la agricultura, la industria, la generación de energía, todo depende del agua. Es estabilidad social: cuando escasea, se generan movimientos migratorios, conflictos, guerras por el recurso. Y es vida, en el sentido más literal: el cuerpo humano está hecho de agua en dos terceras partes, y sin ella, simplemente dejamos de funcionar.

Colombia tiene la materia prima. Tiene los ríos, los humedales, los páramos, la lluvia. Lo que no tiene es la gestión. No tiene la infraestructura suficiente en las zonas rurales, no tiene la conciencia ciudadana necesaria, no tiene la protección efectiva de los ecosistemas que regulan el agua. Y mientras tanto, el cambio climático aprieta, la población crece, y la demanda de agua no deja de subir.

La paradoja es evidente: un país que debería ser un oasis se está convirtiendo en un desierto desigual, donde unos nadan en abundancia y otros se ahogan en escasez. Y la pregunta que queda flotando en el aire, como la neblina en los páramos, es sencilla pero urgente: ¿hasta cuándo vamos a seguir desperdiciando la bendición del agua?

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