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Mompox, donde Colombia se quedó quieta

Hay pueblos que uno visita y hay pueblos que uno peregrina. Mompox es de los segundos. No porque tenga alguna reliquia milagrosa guardada en una urna de cristal, sino porque el milagro es el pueblo entero: un pedazo de Colombia colonial que se negó a desaparecer, que sobrevivió al olvido convirtiéndose en memoria pura, en testigo terco de lo que fuimos.

Santa Cruz de Mompox está en una isla del río Magdalena, en esa zona del país donde el calor no es clima sino condición existencial. Fundada en 1537, fue durante siglos una de las ciudades más importantes de la Nueva Granada. Por ahí pasaba todo: el oro que bajaba de las minas hacia Cartagena, los comerciantes que subían de la costa, las ideas libertarias que Bolívar sembró en su paso por el pueblo en 1812. Mompox era puerto, era poder, era futuro.

Hasta que el río decidió cambiar de curso.Cuando el Magdalena se movió, Mompox quedó varado. El comercio se fue para otro lado, la plata dejó de llegar, el progreso —esa cosa ruidosa y demoledora— pasó de largo. Y mientras el resto del país se modernizaba a punta de cemento y autopistas, Mompox se quedó ahí, intacto, como esos relojes antiguos que siguen marcando la hora correcta porque nadie los tocó.

Esa es la paradoja hermosa del lugar: lo que lo condenó económicamente lo salvó culturalmente. Hoy, caminar por sus calles empedradas es moverse entre siglos. Las casonas coloniales con sus balcones de madera, los patios interiores donde el tiempo se detiene a la sombra, las iglesias barrocas con sus altares dorados que brillan en la penumbra. Todo está ahí, casi sin cambios, porque nadie tuvo la plata ni las ganas de tumbarlo para poner un centro comercial.

 

La UNESCO lo entendió en 1995 cuando declaró a Mompox Patrimonio de la Humanidad. No era un premio de consolación sino un reconocimiento: este pueblo es importante porque decidió seguir siendo él mismo.

Cualquiera que haya leído Cien años de soledad, reconoce a Mompox en cada página, aunque Gabo nunca lo nombre directamente. Macondo tiene el calor sofocante de Mompox, su aislamiento, esa sensación de que el mundo exterior existe pero no importa mucho. Tiene también esa mezcla de esplendor venido a menos y dignidad inquebrantable.

García Márquez conocía bien a Mompox. Lo visitó, lo estudió, dejó que se le metiera en la cabeza hasta convertirlo en fantasma literario. Cuando describe en *El general en su laberinto* el último viaje de Bolívar por el Magdalena, Mompox aparece como lo que es: un lugar real que parece inventado, o tal vez al revés.

Lo fascinante es que Mompox no necesitó a García Márquez para volverse mágico. Ya lo era. El realismo mágico no se inventó en un escritorio; se descubrió caminando por pueblos como este, donde la historia y el mito se confunden, donde una procesión de Semana Santa puede durar cinco horas bajo el sol caribeño y nadie se queja porque así ha sido siempre, porque la devoción y la terquedad son la misma cosa.

Si Mompox tiene algo que lo define más allá de su arquitectura, es la filigrana. Esa técnica de orfebrería que consiste en tejer hilos finísimos de plata hasta crear joyas que parecen hechas de aire y luz. Los orfebres momposinos aprendieron el oficio de los españoles hace siglos, y desde entonces lo han pasado de generación en generación, con una fidelidad casi religiosa.

Entrar a uno de esos talleres escondidos en el centro histórico es asomarse a un ritual. Los maestros trabajan en silencio, con lupas y pinzas, doblando la plata con una paciencia que ya no existe en ninguna otra parte. No hay máquinas, no hay prisa. Cada pieza —un par de aretes, una pulsera, un prendedor— puede tomar días, semanas. Y cuando está lista, tiene ese brillo particular de las cosas hechas con las manos, con tiempo, con respeto.Comprar filigrana en Mompox no es turismo. Es llevarse un pedacito de la obstinación de un pueblo que se niega a olvidar cómo se hacen las cosas bien.

Ahora bien, todo esto suena muy poético, pero hay que ser prácticos: llegar a Mompox implica planeación. No hay vuelos directos, no hay tren, no hay atajo. Lo que hay son opciones, y cada una tiene su encanto y su penitencia.Si va en bus: Desde Bogotá son entre 14 y 19 horas en Copetran u Omega, por unos 186 mil a 220 mil pesos. Es largo, sí, pero uno ve cómo Colombia cambia de verde a amarillo, de frío a calor, de montaña a río. Desde Cartagena son 6 o 7 horas en Unitransco o Caribe Express (70 mil a 86 mil pesos). Desde Medellín, unas 14 horas en Rápido Ochoa o Expreso Brasilia. Y desde Valledupar apenas cinco horas en Cootracegua por unos 75 mil pesos.

Si prefiere volar: La mejor opción es el Aeropuerto Las Brujas de Corozal (sí, se llama así). Satena tiene vuelos desde Bogotá y Medellín. De ahí, son dos horas y media o tres en taxi hasta Mompox. El plan completo puede costar entre 400 mil y 700 mil pesos, pero se ahorra el martirio del bus de 14 horas.Otra buena alternativa es volar a Valledupar (Aeropuerto Alfonso López Pumarejo) y hacer cinco horas por carretera. Hay más frecuencia de vuelos desde Bogotá, y el viaje por tierra es llevadero.También puede volar a Cartagena, Barranquilla o Montería, pero el traslado posterior por tierra es largo (entre 4 y 6 horas), y uno termina preguntándose si no era mejor el bus directo desde el principio.

Lo importante es entender que no hay manera fácil de llegar a Mompox, y eso es parte de lo que lo mantiene intacto. Si hubiera autopista y vuelos directos cada hora, ya tendría un Starbucks en la plaza y hostales con nombres en inglés. Pero no. Sigue siendo difícil llegar, y por eso sigue siendo Mompox.

Cuando uno finalmente llega —después de las horas de bus o el vuelo y el taxi— y camina por primera vez por la Albarrada viendo el Magdalena pasar ancho y lento, algo cambia. No es solo el calor o el cansancio del viaje. Es la sensación extraña de estar en un lugar que no necesita actualizarse ni modernizarse porque ya es perfecto así, detenido, preservado como en ámbar.

Las iglesias con sus torres de colores recortadas contra el cielo, los talleres donde todavía se teje plata como hace tres siglos, las procesiones que repiten gestos antiguos con fervor intacto. Todo eso hace que Mompox sea más que un destino turístico. Es un acto de resistencia, una decisión colectiva de no dejar que el olvido gane.

Por eso le dicen «La Tierra de Dios». No por santo ni por bendito, sino porque hay lugares que parecen protegidos por algo más grande que la suerte o la economía. Lugares que sobreviven a pesar de todo, que se aferran a su identidad con la misma terquedad con la que el río que los abandonó sigue corriendo, allá a lo lejos, indiferente y eterno.

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