Generic selectors
Coincidencias exactas únicamente
Buscar un título
Buscar contenido
Post Type Selectors

Hay algo profundamente incómodo en leer a Byung-Chul Han. No es el tipo de incomodidad que produce un filósofo oscuro o deliberadamente críptico. Es algo peor: es el escozor de verse retratado con demasiada precisión, como cuando alguien te describe un defecto que creías perfectamente escondido.

Han, un filósofo surcoreano-alemán que escribe ensayos breves pero densos, ha pasado las últimas dos décadas diagnosticando una enfermedad que casi nadie quiere admitir que tiene. Su tesis central es brutal en su sencillez: ya no nos oprimen desde afuera. Nos explotamos a nosotros mismos, y lo peor es que lo hacemos convencidos de que somos libres.

Para entender lo que Han está diciendo hay que remontarse un poco. Durante siglos, la sociedad occidental funcionó bajo lo que él llama el «paradigma inmunológico». Era una sociedad obsesionada con las fronteras, con distinguir claramente entre el «nosotros» y el «ellos», entre lo propio y lo ajeno. Las amenazas venían de afuera: virus, invasores, ideas extranjeras. La respuesta era levantar muros, crear sistemas de defensa, disciplinar los cuerpos.

Pero algo cambió a finales del siglo XX. Las barreras empezaron a estorbar. El capitalismo necesitaba aceleración, comunicación total, flujos sin obstáculos. Y entonces llegó el neoliberalismo con una promesa seductora: ya no más prohibiciones, ahora todo es posible. «Yes, we can», como diría Obama. El verbo ya no es «debes», sino «puedes».

Han llama a esto el «paradigma neuronal», y aquí es donde la cosa se pone interesante. Porque resulta que eliminar las barreras no nos liberó. Solo cambió la naturaleza de la violencia.La violencia ya no es explícita, física, coercitiva. Ya no hay guardias con porras ni jefes gritando órdenes. La nueva violencia es sutil, saturativa, agotadora. Es la violencia del exceso: demasiada información, demasiada comunicación, demasiadas opciones, demasiadas exigencias que nos hacemos a nosotros mismos.Las enfermedades cambiaron también. Ya no nos enfermamos por infección, por algo que viene de afuera. Nos enfermamos por infarto, por implosión interna. Burnout, depresión, trastorno por déficit de atención. Son todas enfermedades neuronales, no inmunológicas. No hay un enemigo externo al cual culpar. El enemigo es el exceso de nosotros mismos.Y aquí está el truco diabólico del sistema: nos convenció de que somos «empresarios de nosotros mismos». Ya no hay patrones que nos exploten. Somos libres para auto-realizarnos, para convertirnos en nuestra mejor versión, para optimizarnos constantemente. El problema es que esta libertad es la forma más perfecta de esclavitud jamás inventada.»El explotador es el explotado», escribe Han. «Uno es actor y víctima a la vez». Nos levantamos temprano para ir al gimnasio antes del trabajo, no porque alguien nos obligue, sino porque queremos vernos bien. Revisamos el correo a medianoche, no porque sea obligatorio, sino porque somos responsables y comprometidos. Hacemos cursos en línea los fines de semana para mejorar nuestras habilidades. Todo voluntario. Todo en nombre de la autorrealización.Y cuando colapsamos, exhaustos, no podemos culpar a nadie más que a nosotros mismos. No hay contra quién rebelarse. La revolución necesita un enemigo externo; la depresión es una guerra civil interna.

El panóptico del siglo XXI es el smartphone, pero con un giro perverso: nadie nos obliga a usarlo. Al contrario, nos morimos por publicar. Cada selfie, cada story, es un acto de exhibición voluntaria. Nos desnudamos digitalmente porque creemos que estamos expresando nuestra individualidad, cuando en realidad estamos generando datos que alimentan algoritmos que nos conocen mejor que nosotros mismos.

Han llama a esto «psicopolítica». Ya no es suficiente controlar los cuerpos (biopolítica). Ahora se controlan las mentes, y lo brillante es que se hace a través de la libertad misma. El botón de «me gusta» es el nuevo amén, un acto de sumisión disfrazado de aprobación. El Big Brother ya no da miedo; es amable, te ofrece contenido personalizado, te hace sentir visto.La cadena es perfecta: te optimizas constantemente (fitness, coaching, consumo), generas datos, los algoritmos te conocen, te mandan mensajes personalizados que refuerzan exactamente lo que ya querías, y vuelves a empezar. Tu libertad para ser tú mismo es la herramienta perfecta para tu control.

Pero quizás la parte más inquietante del diagnóstico de Han es lo que llama «el infierno de lo igual». Vivimos en una sociedad que ha eliminado la alteridad, lo otro, lo diferente. Todo debe ser transparente, visible, medible, convertible en dato.

La transparencia, que durante siglos fue considerada una virtud democrática, se ha vuelto totalitaria. Ya no hay secretos, no hay misterio, no hay espacio para la ambigüedad. Todo está expuesto en una superficie lisa que no ofrece resistencia, como la pantalla de un iPhone.

Y en ese mundo sin fricción, sin negatividad, solo nos encontramos con reflejos de nosotros mismos. Los algoritmos nos muestran más de lo que ya nos gusta. Las redes sociales nos conectan con gente que piensa como nosotros. La comunicación alcanza velocidades vertiginosas precisamente porque está vacía: lo igual responde a lo igual en un eco infinito.

Han es brutal en su conclusión: esta sociedad es pornográfica. No en el sentido moralista, sino estructural. La pornografía es hipervisibilidad, exposición total, eliminación de todo misterio. Y eso es exactamente lo que exige la sociedad de la transparencia: que nos exhibamos constantemente, que todo sea inmediato y consumible.

La consecuencia final de todo esto, según Han, es la imposibilidad del amor. El amor —el eros— requiere alteridad. Necesita un otro que sea radicalmente diferente, que no pueda ser poseído ni consumido, que mantenga su misterio. Pero el sujeto de rendimiento es narcisista por definición. Solo se ve a sí mismo y reduce todo lo demás a herramientas para su optimización.

En el infierno de lo igual, el otro está desapareciendo. Y sin el otro, no hay eros. Solo hay rendimiento sexual, pornografía, cálculo. El capitalismo necesita matar al eros porque el eros es inconsumible, incalculable, se resiste a la lógica del mercado.Y aquí Han hace una última conexión devastadora: sin eros, no hay pensamiento. La filosofía, la creatividad, el pensamiento crítico nacen del deseo de lo desconocido, de lo otro. Sin ese deseo, solo queda el cálculo y la hiperactividad vacía.

Hay algo deliberadamente frustrante en Han: diagnostica con precisión quirúrgica, pero no ofrece soluciones claras. Habla de un «cansancio fundamental» que podría abrirnos a la contemplación, de recuperar la capacidad de aburrirnos profundamente, de resistir el imperativo de la transparencia. Pero son gestos más que programas

Y quizás sea honesto. Porque el sistema que describe es casi perfecto en su capacidad de absorber la resistencia. No puedes rebelarte contra ti mismo. No puedes hacer una revolución cuando el opresor vive dentro de tu cabeza.El filósofo alemán tiene razón en algo: somos nuestros propios verdugos. Y lo peor es que lo hacemos sonriendo.

LEAVE REPLY

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *