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Hay algo profundamente perturbador en la risa. No en la carcajada idiota del borracho ni en la risita nerviosa de quien no sabe qué decir, sino en esa risa genuina que brota cuando algo hace clic en la cabeza, cuando la realidad revela su absurdo fundamental y uno no puede más que soltar el aire en forma de carcajada. Esa risa siempre le ha dado miedo al poder. Y con razón.

Resulta que tenemos registros científicos de todo esto. Guillaume Duchenne, allá en el siglo XIX, ya notaba la diferencia entre la risa verdadera —esa que arruga los ojos— y la risa falsa, esa máscara social que uno se pone en las cenas aburridas. La ciencia, en su obsesión por medirlo todo, descubrió que cuando reímos de verdad se activa el sistema límbico, bajan los niveles de cortisol, suben las endorfinas. El cuerpo entero participa en el acto. No es poca cosa.

Pero lo interesante no está en los laboratorios. Está en los monasterios medievales, donde la risa se convirtió en un campo de batalla teológico. La Regla de San Benito lo dejaba clarísimo: nada de bromas, nada de palabras ociosas, nada que haga reír. Los padres de la Iglesia repetían el mismo disco: Cristo nunca rió. Si el hijo de Dios no se permitió una carcajada, ¿quiénes éramos nosotros, pobres pecadores, para hacerlo?

El argumento no era solo moralista. Era político hasta la médula. Jorge de Burgos, ese monje ciego que Umberto Eco inmortalizó en El nombre de la rosa, lo entendía perfectamente: «No puedes temer a aquello de lo que te puedes burlar». Ahí está la clave. El temor de Dios era —y sigue siendo— el gran instrumento de control. Y la risa, esa maldita risa, lo disuelve todo.

Lo curioso es que la Iglesia medieval tenía un doble rasero. Toleraban la «risa del vientre», esa carcajada grosera del campesino borracho en la fiesta de los locos. Esa no importaba. Era inofensiva, casi animalesca. Lo que los ponía histéricos era la «risa del intelecto», la que surge cuando uno capta la contradicción, cuando el dogma se revela frágil bajo el escrutinio. Esa risa fomenta la duda, y la duda es el enemigo número uno de cualquier ortodoxia.

Los filósofos también tuvieron su turno. Platón y Aristóteles veían en la risa un acto de superioridad, la burla del defecto ajeno. Hobbes lo resumió con su frialdad habitual: la risa es «gloria súbita», el placer momentáneo de sentirse mejor que otro. Nos reímos del tipo que se resbala con la cáscara de plátano porque, por un segundo, nos sentimos superiores. Es una visión oscura, pero no equivocada.

Luego llegaron otros. Kant y Schopenhauer cambiaron el enfoque: la risa no es poder, es cognición. Reímos cuando se rompe la lógica, cuando lo absurdo irrumpe en lo esperado. El chiste construye una expectativa y la destruye. Esa tensión que colapsa en nada es la risa. Y Freud, por supuesto, metió su cuchara: la risa es una válvula de escape, la forma en que el inconsciente burla al superyó y se permite un respiro.

Tres teorías, tres formas de entender el mismo fenómeno. La risa como poder, como intelecto, como liberación. Todas tienen su parte de verdad porque la risa es todo eso a la vez.

Lo fascinante es cómo Umberto Eco convirtió todo este debate en una novela policiaca. En El nombre de la rosa, el objeto por el que mueren los monjes es el segundo libro perdido de la Poética de Aristóteles, el que trataba sobre la comedia. Jorge de Burgos lo guarda con uñas y dientes porque sabe lo que pasaría si Aristóteles —el filósofo, la autoridad máxima de la razón medieval— legitimara la risa. Dejaría de ser cosa de tontos y se convertiría en herramienta intelectual. Un desastre.

Guillermo de Baskerville, el fraile franciscano que investiga los crímenes, representa el otro bando: el humanismo, el empirismo, la razón que no le teme a la duda. Cuando Jorge le reprocha que la risa fomenta la duda, Guillermo responde con una frase que resume siglos de pensamiento crítico: «A veces es justo dudar».

Ese es el punto. La risa no es frívola. Nunca lo fue. Es la respuesta humana ante lo contradictorio, ante la brecha entre lo que nos dicen y lo que vemos. Por eso incomoda. Por eso los autoritarismos de todos los colores la han reprimido. Un dictador puede tolerar muchas cosas, pero no la burla. La risa horizontal, la que circula entre iguales, es el primer paso hacia la subversión.

Nietzsche,llevó la risa hasta sus últimas consecuencias. Para él, era el arma contra toda la pesadez metafísica de Occidente. La risa del superhombre no es una carcajada, es una afirmación vital frente al sufrimiento. «Quizás yo sé mejor que nadie por qué el hombre es el único ser que ríe», escribió. «Él es el único que sufre tan profundamente, que tuvo que inventar la risa». Ahí Nietzsche tocó algo esencial: la risa como redención, no como escape.

Y hoy, después de siglos de sospecha, la ciencia ha redimido completamente a la risa. Los estudios muestran que los niños que ríen aprenden más rápido, que la risa fortalece el sistema inmunológico, que reduce el dolor. La gelotología —sí, existe una ciencia de la risa— ha convertido lo que antes era pecado en prescripción médica. Un giro irónico que Jorge de Burgos jamás habría tolerado.

La risa, al final, es esto: el sonido audible de la libertad. Es la mente reconociendo una incongruencia, el espíritu liberándose de la represión, el cuerpo entero diciendo «no» a cualquier dogma que exija silencio y sumisión. Reírse no es un acto trivial. Es, en el fondo, un acto político. Y los que mandan lo saben. Siempre lo han sabido.

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