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El reguetón no es el enemigo

Hay una escena que se repite en miles de hogares: un adulto escucha lo que sale del cuarto de su hijo adolescente y tuerce el gesto. «Esa música es una porquería», piensa. O lo dice en voz alta. El reguetón, otra vez, como chivo expiatorio de todo lo que está mal con la juventud de hoy.

Pero resulta que el asunto es más complicado que eso.

No se trata de fingir que todo está bien. Las letras de algunos temas son, digámoslo sin rodeos, problemáticas. Hay canciones que cosifican a las mujeres como si fueran objetos en una vitrina, otras que romantizan relaciones tóxicas o que confunden insistencia con seducción. Y sí, eso merece conversación. Pero condenar el género completo desde una torre de marfil cultural es perder de vista algo importante: el reguetón no le está pasando a los jóvenes, los jóvenes están haciendo algo con él.

La industria musical tiene una responsabilidad aquí, sin duda. Los sellos, los productores, los artistas mismos: todos deberían pensarse dos veces antes de lanzar videos donde el consentimiento brilla por su ausencia o donde las mujeres son decorado ambulante. Pero esperemos sentados a que eso suceda por pura bondad corporativa. Mientras tanto, ¿qué hacemos?

La respuesta no es prohibir ni satanizar. Es conversar.

Los padres y educadores tienen que bajarle dos rayitas al pánico moral. El reguetón, les guste o no, es un texto cultural. Y como cualquier texto, se puede leer, analizar, cuestionar. Cuando un chico de quince años escucha una canción que básicamente dice «ella se hace la difícil pero en el fondo quiere», ahí hay una oportunidad. No para sermonear, sino para preguntar: «¿Tú qué piensas de eso? ¿Te parece que así funcionan las relaciones?»

Fomentar el pensamiento crítico no significa arruinarles la fiesta. Significa confiar en que los jóvenes pueden bailar y pensar al mismo tiempo. Que pueden gozarse una canción mientras reconocen que ciertas letras están repitiendo estereotipos viejos como el mundo. El ocio no tiene por qué estar reñido con la reflexión.

Y aquí viene la parte incómoda para muchos adultos, especialmente para quienes crecimos escuchando rock o salsa o lo que sea que consideremos «música de verdad»: nuestro rechazo al reguetón dice tanto de nosotros como del género mismo.

Porque seamos honestos. Cuando alguien dice que el reguetón es «música de pobres» o «sonido de barriada», lo que está haciendo es marcar territorio de clase. Las élites culturales siempre han mirado por encima del hombro las expresiones populares. Pasó con el tango, con el jazz, con el rock and roll. Y ahora pasa con el reguetón.

Lo que incomoda no es solo el contenido explícito —el rock también lo tuvo, y a raudales—.Incluso el bolero y las baladas. Lo que incomoda es quién lo canta, desde dónde y para quiénes. El reguetón nació en los barrios, entre la gente que no tiene mucho más que la música para celebrar que sigue viva y coleando. Es una expresión de resiliencia en medio de la desigualdad, una forma de decir «me pegan por todos lados pero aquí estoy, gozando».

Eso no justifica las letras machistas. Pero sí obliga a hacer una crítica más honesta, con menos moralina. Una que entienda que la «gozadera» no es frivolidad, sino supervivencia. Que el perreo es también un acto político cuando se baila en contextos de precariedad.

Los adultos de hoy —nosotros— tenemos que reconocer que buena parte de nuestra incomodidad con el reguetón viene de ahí. De que nos recuerda nuestra posición de clase, nuestros privilegios, nuestra distancia con ciertas realidades sociales. Y eso, francamente, no es problema del reguetón.

Así que la próxima vez que escuchemos salir de ese cuarto una canción que nos parezca espantosa, hagamos un esfuerzo. Respiremos hondo. Y en lugar de condenar, preguntemos. En lugar de prohibir, conversemos. En lugar de despreciar, tratemos de entender.

Porque al final, el reguetón no es el enemigo. Es apenas un espejo donde se refleja algo mucho más grande: desigualdades de clase, machismos enquistados, precariedades económicas. Y los espejos no se rompen a martillazos. Se miran de frente.

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