Es difícil saber qué pasa por la cabeza de quien escribe y si bien sus primeras líneas, su primer párrafo no los definen, por lo menos nos dan una idea. Es abrir un mundo, un universo al que nos invitan a pasar.
Hay escritores que te empujan al agua sin avisar. Otros te toman de la mano y caminan contigo hasta la orilla, señalando el horizonte con un dedo tembloroso. Los primeros párrafos de una novela son eso: un pacto silencioso entre quien escribe y quien lee, una promesa de que todo lo que viene después valdrá la pena, aunque duela.
Gabriel García Márquez decidió comenzar Cien años de soledad con un pelotón de fusilamiento y un recuerdo. El coronel Aureliano Buendía está frente a las armas y piensa en el hielo. No en la muerte, no en la injusticia, sino en esa tarde remota cuando su padre lo llevó a conocer algo tan extraño como un milagro. Macondo era entonces veinte casas de barro junto a un río de aguas transparentes, y las piedras del fondo parecían huevos de dinosaurio. García Márquez no te pregunta si quieres entrar a su mundo: te mete de cabeza y cierra la puerta.
Isabel Allende, en cambio, llega por barco. La casa de los espíritus empieza con Barrabás, ese perro mitológico que anuncia desgracias y pasiones. Clara, apenas una niña, lo anota todo en su cuaderno de tapas negras: los presagios, las visitas de los muertos, las cosas que nadie más ve. Allende te invita a sentarte en la primera página del libro de contabilidad de su padre, justo donde dice «Debe», porque toda historia familiar es un inventario de deudas emocionales que nunca se saldan.
Haruki Murakami abre Tokio Blues con una pregunta sin respuesta. Veinte años después, el narrador todavía se pregunta por qué volvió, por qué fue, por qué sigue vivo. Está en un avión de Lufthansa, aterrizando en algún aeropuerto alemán —tal vez Múnich, aunque no está seguro—, y la música de los Beatles lo devuelve a un lugar que ya no existe. Murakami escribe como quien pela una cebolla: capa tras capa, sin prisa, sabiendo que al final todos vamos a llorar.
Javier Marías construye *Corazón tan blanco* desde la sospecha. «No he querido saber, pero he sabido», dice el narrador en la primera línea, y ya está: nos ha condenado a todos. Porque una vez que sabes algo que no querías saber, ya no hay vuelta atrás. La novela empieza con un suicidio —una mujer recién casada que se mata en el baño de la casa familiar—, y todo el resto del libro es el peso de ese secreto transmitiéndose como una maldición.
Marguerite Yourcenar decidió que Memorias de Adriano debía comenzar con un cuerpo que se apaga. El emperador romano está enfermo, hinchado, cansado. Escribe una carta a Marco Aurelio, su sucesor, y en esas páginas se desnuda completamente. Yourcenar le da voz a un hombre que ya no tiene nada que perder, que puede ser honesto porque la muerte está tocando a la puerta. Hay algo devastador en esa primera imagen: un hombre poderoso reconociendo que su cuerpo lo ha traicionado.
Julio Cortázar te mete en un ascensor que no sabes si sube o baja. Rayuela empieza con una pregunta absurda y trascendental: «¿Encontraría a la Maga?» Horacio Oliveira busca a una mujer por los puentes de París, pero en realidad busca algo que ni él mismo entiende. Cortázar te da un tablero de dirección, te dice que puedes leer el libro en desorden, que no hay una sola manera de contar esta historia. Es como si te dijera: la vida tampoco tiene un manual de instrucciones, así que ¿por qué habría de tenerlo una novela?
Jorge Luis Borges no necesita más de tres líneas para construir un universo infinito. En El Aleph, comienza hablando de Beatriz Viterbo y de cómo cada 30 de abril visita su casa para recordarla. Pero lo que parece un cuento sobre el duelo se transforma en algo mucho más grande: un punto en el espacio donde convergen todos los puntos del universo. Borges te engaña con su elegancia, con esa prosa transparente que esconde laberintos.
Juan Rulfo abre Pedro Páramo* con un hijo que va a buscar a su padre muerto. «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», dice Juan Preciado, sin saber que está entrando al infierno. Comala es un pueblo de fantasmas, de voces que hablan desde la tierra, de calor que sofoca como la culpa. Rulfo escribió apenas dos libros, pero en ese primer párrafo ya está todo: México, la muerte, el abandono, la violencia que se hereda como un apellido.
Octavio Paz construyó El laberinto de la soledad como quien pela las capas de una identidad herida. Comienza observando a los pachucos en Los Ángeles, esos mexicanos que no son de aquí ni de allá, que se visten con trajes extravagantes para gritar su diferencia. Paz entiende que la soledad mexicana no es silencio, sino un grito disfrazado de fiesta. Y desde ese primer capítulo, te arrastra a preguntarte quién eres cuando miras al espejo.
Mario Benedetti empieza *La tregua* con el cansancio de vivir. Martín Santomé tiene 49 años y está a punto de jubilarse. Lleva un diario donde anota los días que faltan para dejar de trabajar, como si la vida verdadera empezara después. Benedetti te da a un hombre gris en un mundo gris, y de repente aparece una chica de la oficina que lo despierta. Es un primer párrafo sin fuegos artificiales, pero devastador en su honestidad: todos conocemos a ese hombre, o lo hemos sido.
Eduardo Galeano no escribe primeros párrafos, escribe detonantes. *Las venas abiertas de América Latina* arranca con una certeza brutal: América Latina es la región de las venas abiertas, desangrada desde hace siglos. Galeano escribe con rabia y con poesía, como quien cuenta una historia de amor que terminó en traición. No te pide permiso para indignarte: te obliga a ver lo que siempre estuvo ahí.
José Saramago comienza Ensayo sobre la ceguera con un semáforo en verde y un hombre que de repente ya no ve. Pero no ve negro, como uno imaginaría la ceguera: ve blanco, una blancura lechosa que lo inunda todo. La ceguera se propaga como una epidemia, y Saramago —sin usar un solo punto y aparte en páginas enteras, dejando que las voces se mezclen como en la vida real— te muestra que la verdadera ceguera no es la de los ojos sino la del alma. Ese primer capítulo es una advertencia: todos estamos ciegos, solo que algunos todavía podemos ver.
Paul Auster juega con las identidades desde la primera línea. La trilogía de Nueva York comienza con una llamada equivocada en mitad de la noche. Alguien busca a Paul Auster, el detective privado, pero llama a Daniel Quinn, un escritor de novelas policiacas. Y Quinn, en lugar de colgar, decide aceptar el caso. Auster te dice desde el principio: nada es lo que parece, ni siquiera los nombres.
Orhan Pamuk abre Estambul con una tristeza heredada. Habla del «hüzün», esa melancolía colectiva que flota sobre la ciudad como una niebla. Estambul es una ciudad imperial que perdió su imperio, y sus habitantes cargan ese duelo en silencio. Pamuk te invita a caminar por calles donde cada esquina es un recordatorio de lo que fue y ya no es. Es un primer párrafo que huele a lluvia sobre piedras antiguas.
Los escritores saben que tienen apenas unas líneas para convencerte de que les regales tu tiempo, tu atención, tu vida entera mientras dure el libro. Algunos te seducen con imágenes imposibles —ese hielo que brilla como una revelación en medio del trópico—. Otros te ofrecen un misterio, una desaparición, una pregunta que te perseguirá hasta la última página. Están los que te confiesan secretos terribles en voz baja, como si fueran amigos de toda la vida. Y están los que te dan un puñetazo en el estómago y te obligan a ver el mundo como realmente es.
Y nosotros, los lectores, mordemos el anzuelo cada vez. Porque en el fondo sabemos que un buen primer párrafo no es solo el comienzo de una historia: es la prueba de que alguien, en algún lugar del mundo, se sentó frente a una página en blanco y decidió crear un universo entero. Solo para ti. Solo para ese momento en que abres el libro y te dejas caer.
