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Hay mañanas en las que uno despierta y piensa que todo sigue más o menos igual. Que el mundo gira despacio, que las cosas cambian con la parsimonia de siempre. Pero América Latina en 2025 no es esa región predecible de los mapas escolares. Es otra cosa. Algo más parecido a una olla de presión donde todo bulle al mismo tiempo: la economía que no despega, la política que da tumbos y el crimen organizado que ya no se esconde en las esquinas, sino que se sienta en los despachos del poder.

Los números fríos dicen que la región crecerá apenas un 2% este año. Una cifra que suena a poco y es poco. Insuficiente para que la gente sienta que las cosas mejoran. Porque aquí no se trata solo de estadísticas macroeconómicas, sino de madres que no pueden llenar el mercado, de jóvenes que no encuentran trabajo decente, de familias que ven cómo el sueldo se evapora antes de que termine el mes. Y cuando la gente no ve futuro, vota con rabia. Vota para castigar. Vota para que se vayan todos, aunque todavía no sepa bien quién debería llegar.

Este hartazgo está en el aire que respira el continente. En Ecuador, en Chile, en Bolivia. El votante latinoamericano de hoy no cree en colores políticos. Ya probó con la izquierda y se decepcionó. Ya intentó con la derecha y tampoco. Ahora quiere resultados, así sean a puño cerrado.

Por eso es que figuras como Nayib Bukele en El Salvador o Javier Milei en Argentina tienen tanto eco. No porque representen ideologías claras —de hecho, cada uno es un coctel raro de ideas— sino porque prometen lo que nadie más ha logrado: orden, seguridad, disciplina. Y en países donde caminar por la calle se ha vuelto un acto de valentía, esas palabras suenan a salvación. Aunque el precio sea alto. Aunque ese orden cueste libertades.

El crimen que se volvió Estado

Si hay algo que define a América Latina en este momento, es el miedo. Un miedo concreto, cotidiano, que se mide en las 4.619 personas asesinadas en Ecuador solo en los primeros seis meses de 2025. Un incremento del 47% que no es un error de tipeo ni una exageración periodística. Es la realidad de un país donde el Estado perdió el control de pedazos enteros del territorio.

Y no es solo Ecuador. Brasil, Chile, México: todos tienen tasas de preocupación ciudadana por el crimen organizado que rozan el 4.8 sobre 5. Lo que antes eran pandillas de barrio ahora son empresas multinacionales del delito, con estructuras corporativas, con recursos que superan los presupuestos de varios ministerios, con capacidad de infiltrar gobiernos completos. Ya no estamos hablando de narcos con pistolas. Estamos hablando de un poder paralelo que socava al Estado desde adentro.

Ante esto, la tentación del «modelo Bukele» se expande como reguero de pólvora. En El Salvador, los homicidios cayeron. Los turistas volvieron. La economía creció un 3.3%. Y nadie pregunta mucho por las libertades civiles suspendidas o por los defensores de derechos humanos perseguidos. Porque cuando la gente puede salir a la calle sin miedo a que le disparen, todo lo demás parece negociable. Daniel Noboa en Ecuador ya lo intentó, con su estética calcada del presidente salvadoreño. Y los votantes, desesperados, le dieron el beneficio de la duda. Al menos por ahora.

Pero hay un problema con esto. Uno grande. Cuando se intercambia seguridad por democracia, el contrato que se firma está escrito con tinta invisible. Nadie sabe realmente qué dice. Y a largo plazo, cuando esos líderes mesiánicos fallen —porque todos fallan, tarde o temprano— el sistema estará tan debilitado que no habrá instituciones fuertes para sostener nada. Solo quedará el autoritarismo o el caos. O ambos.

El repunte que vendrá (si es que viene)

Hay años que son importantes. Y hay años que definen una generación. El 2026 en América Latina va a ser de los segundos. No porque vaya a pasar algo extraordinario o inesperado, sino precisamente porque lo que va a pasar es predecible, y por eso mismo, aterrador. Es como ver venir un tren descarrilado en cámara lenta. Sabes que va a chocar. Sabes dónde. Pero no puedes hacer nada para detenerlo.

Nueve países van a elegir presidente o renovar sus congresos. Entre ellos, tres de los más importantes: México ya lo hizo con Claudia Sheinbaum, pero el 2026 va a ser el año en que se mida si su gobierno puede sobrevivir la presión de Washington. Colombia va a las urnas en mayo, con un panorama tan sombrío que ni los más optimistas se atreven a proyectar certeza. Y Brasil seguirá navegando entre el pragmatismo de Lula y un Congreso que le pone trabas a cada paso.

Pero si hay un país que concentra todos los miedos, todas las contradicciones y todos los errores de la región en un solo lugar, ese país es Colombia

Hay un dato que podría sonar esperanzador si uno cree en las proyecciones económicas: para finales de 2026 y sobre todo en 2027, la región podría crecer por encima de su tendencia histórica. Podría. Los analistas hablan de recuperación de la actividad global, de efectos de la consolidación fiscal, de inversión que regresa cuando percibe menos riesgo.

Pero cualquiera que haya vivido en América Latina sabe que los «podría» aquí son como las promesas de año nuevo: suenan bien en enero y en marzo ya nadie se acuerda. Porque ese crecimiento depende de que los gobiernos de derecha populista que lleguen al poder realmente hagan lo que prometen. De que no se enreden en escándalos de corrupción. De que no se peleen entre ellos. De que Trump no desate una crisis regional.

Y mientras tanto, la inversión sigue siendo floja. La inflación no termina de ceder. Y los gobiernos tienen cada vez menos margen fiscal para hacer algo cuando todo se desmorona. Como pasó en Ecuador, donde una sequía —la peor en 60 años— dejó sin electricidad a medio país y terminó de hundir la popularidad de Noboa. Porque resulta que el cambio climático ya no es un tema de activistas con pancartas. Es un factor que tumba presidentes.

Lo que se viene

América Latina entra a este trienio 2025-2027 caminando en la cuerda floja. Sin red de seguridad. Con un electorado furioso que castiga a quien sea. Con economías que crecen poco y mal. Con instituciones debilitadas por la corrupción y el crimen. Con el clima volviéndose cada vez más impredecible. Y con la posibilidad real de que varios países terminen eligiendo líderes que prometan mano dura, aunque eso signifique menos libertades, menos contrapesos, menos democracia.

No es un panorama bonito. Tampoco es uno desesperanzado del todo. Porque América Latina siempre ha tenido esta rara habilidad de reinventarse cuando todo parece perdido. De encontrar salidas donde no las hay. De hacer magia con muy poco.

Pero esta vez, la pregunta es si esa magia será suficiente. O si, en el intento de salvar la seguridad, la región terminará perdiendo algo mucho más difícil de recuperar: su alma democrática. Esa que tanto costó construir y que, como se ve ahora, es mucho más frágil de lo que todos creíamos.

Porque al final, como decía alguien por ahí, uno solo debería estar donde es amado. Y América Latina, en este momento, no está muy segura de si todavía se ama a sí misma. O si solo se está dando puños para sentir que al menos sigue viva.

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