Imagínate a un flaco desgarbado, con gafas de pasta, camiseta de rock y una sonrisa que parece saber algo que tú no. Ese era Andrés Caicedo, el eterno adolescente caleño que vivió como si cada día fuera una película de Godard o un concierto de los Rolling Stones. Nació en 1951, en una Cali que hervía entre salsa, calor y rebeldía y desde pelao supo que no estaba hecho para las oficinas ni las corbatas. Él quería escribir, filmar, sentir. Y lo hizo, hasta que su propia intensidad lo consumió a los 25 años.
Caicedo era un torbellino. Fundó el Cine Club de Cali, porque para él el cine no era solo entretenimiento.Era una religión pagana donde Scorsese y Buñuel eran santos. Escribía reseñas que parecían poemas febriles, llenas de guiños a la cultura pop y una melancolía que te apretaba el pecho. Pero no se quedó en la butaca: también quiso hacer sus propias películas, como Angelitos empantanados, que nunca terminó, porque Andrés era así, un genio desordenado, siempre corriendo detrás de sus demonios.
Su literatura es puro vértigo. ¡Que viva la música!, su novela más famosa, es un grito de libertad y autodestrucción, la historia de María del Carmen, una rubia que baila salsa y se pierde en la noche caleña. Leerla es como meterte en una fiesta donde todos están al borde del abismo, pero no pueden parar de bailar. Sus cuentos, como los de Angelitos empantanados o Destinos fatales, son retratos crudos de una juventud que no encaja, que busca sentido en el sexo, la droga y el rock, mientras Cali los mira con ojos de madre preocupada.
Andrés no era solo un escritor, era un personaje de sus propios relatos. Vivía en una cuerda floja, entre la genialidad y la tragedia. Se fue en 1977, demasiado pronto, dejando un hueco que aún duele. Pero su legado es una fogata que no se apaga: sus libros, sus guiones, sus cartas, todo grita que la vida hay que morderla, aunque te rompa los dientes. Como diría él, “el cine es mejor que la vida, pero la vida es un buen guion”. Y él escribió el suyo con sangre, sudor y fotogramas.
“A los 25 años, uno ya ha vivido lo suficiente”, escribió. Y aunque nos duela, Andrés Caicedo lo vivió todo.