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Andropausia sin dramas

Una mañana cualquiera —que pudo haber sido martes, pero él no lo recuerda— Alberto se despertó sintiéndose distinto. Ni peor ni mejor. Distinto. Se miró al espejo y ahí estaba: el mismo hombre de siempre, solo que con menos cejas, más ojeras y un humor de perros que ni el café lograba domar. El bigote, símbolo de virilidad desde sus días de universitario en los años 80, colgaba con desánimo. Literalmente. Ya no se erguía con la misma altivez de antes.

Esto es el inicio del fin —dijo, con la solemnidad de quien descubre que su juventud se le fue por el inodoro junto con la próstata.

Alberto tiene 58 años. Es divorciado, administrador de empresas y coleccionista de discos de vinilo que ya no suenan como antes. Pero últimamente no sonaban tampoco las ganas. Ni de reír, ni de leer, ni de hacer el amor. Tampoco dormía. Se despertaba a las 3:47 am con un calor interior que no era místico ni erótico. Era puro fuego hormonal.

El médico no tardó en ponerle nombre al drama: andropausia .

Pero doctor, eso no existe —fue lo primero que dijo.

—Sí existe. Solo que a ustedes los hombres no les gusta que les pongan nombres a las cosas que los hacen vulnerables.

No era la menopausia. No había una fecha, ni una menstruación que se detuviera. Era más bien una retirada lenta, silenciosa. Como la de un cantante viejo que sigue haciendo giras pero ya no da las notas altas.

Según la Sociedad Colombiana de Urología, más del 30% de los hombres entre los 50 y los 65 años presentan síntomas de lo que los médicos llaman hipogonadismo tardío : baja de testosterona, disminución del deseo sexual, cansancio, insomnio, cambios de humor. Y sí, también pérdida de masa muscular… y de paciencia.

La testosterona, ese líquido sagrado del ego masculino, empieza a caer un 1% cada año después de los 40.

Y uno ni se entera. Hasta que llora con una película de Disney —le dijo Alberto al barman una noche, entre risas amargas y aguardiente sin hielo.

El humor se le había vuelto negro, pero la lucidez también. Empezó a notar cómo sus amigos estaban iguales: uno se había metido a pintar acuarelas, otro se compró una Harley y otro más, en un arranque de rebeldía hormonal, se enamoró de una actriz de TikTok.

“No son los años, mi amor, son los kilómetros” —le decía el personaje de Indiana Jones. Pero Alberto sintió que eran los dos. Y el aceite. Y el motor. Todo empezaba a hacer ruidos raros.

Una noche, leyendo a Haruki Murakami, subrayó una frase:»La muerte no está al final. Está en los detalles que dejamos de notar». Y entendió algo. Que lo que le dolía no era en sí la caída hormonal, sino la caída de ciertas certezas. Ya no era el fuerte, el invencible, el que solucionaba todo. Ahora era un hombre que a veces no entendía su cuerpo. Y eso lo humanizaba. Le quitaba la capa de superhéroe, pero le devolvía la de ser humano.

Se apuntó a clases de tango. No para conquistar, sino para recordar el ritmo. Cambió el gimnasio por caminatas largas con su perro y aprendió que a veces un atardecer puede ser más potente que una pastilla azul. Empezó a escribir pequeños relatos en un cuaderno que guardaba en su mesa de noche. En uno de ellos escribió:»No me volvió menos hombre. Me volví más consciente de lo que eso significa».

La última vez que se miró al espejo, notó que el bigote estaba creciendo de nuevo. No con la firmeza de antes, pero con dignidad. Como si también él hubiera entendido que no todo tiene que estar arriba para estar bien.

 

 

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