Divagación

De camino a casa, junto pedacitos de alguien, boronas de nadie, mientras juego a no pisar las líneas que separan los andenes. Lo hacía de niño y ahora lo hago de viejo. Ya no corro porque me duele el pecho.

Por la calle pasa silente un carro eléctrico. Al lado, una moto sin silenciador. Un perro persigue a un tipo sin casco que va en su patineta. Obvio, se va de jeta – el tipo-. Se cansa -el perro-. Se sacude -el tipo-. Se aleja -el perro-.

Llego a mi casa. La cerradura está molestando hace algún tiempo. Lo mío es un viejo espacio arrendado, de esos que hacían los dueños de las casas del barrio Polo Club. Llevo dos años viviendo ahí, luego de perder dos apartamentos, de vivir en Nueva York y de pasar de alquiler en alquiler. Ya no me ilusiona tener uno propio. Debe ser la soledad. Al principio, ella lo llenaba con su presencia y con su risa. De a poquitos y con miedo, habíamos decidido intentarlo nuevamente. Una vez más y otra vez más. Y otra vez más. Luego nos ganó el ego y la soberbia. Nos dijimos adiós y me tocó llenar ese espacio con matas y con cuadros, maricadas que no curan una ausencia. Igual, me gusta -no su ausencia, mi apartamento-. Lo he hecho a mi gusto y tiene contenida toda mi energía como dicen las divas de Instagram. Hablo con Juanita, mi hija hermosa que se vino de Buenos Aires a cuidarme.

 Amaba correr por la calle y jugar a no pisar las  líneas que separan los andenes

En mi viejo tocadiscos suena Pablo Milanés y su Sábado corto”. Me sirvo una copa de vino. Miro los tenis amarillos que me regaló mi hermana. Debo lavarlos. Me distraigo viendo los estados de mis conocidos en whastapp, esperando un mensaje que nunca llegará.  Los míos, son puras botellitas al mar esperando llegar a alguna orilla. En mi banalidad, descargo Threads porque todo el mundo habla de eso. Una pérdida de tiempo. No lo voy a usar porque hace rato me mamé de opinar sobre cosas que no sé.

Esculco en los bolsillos de mis yines descoloridos por el uso. Saco los pedazos que he recogido por la calle. Los pongo encima de una mesa -los pedazos, no los yines- justo al lado del libro del I Ching, que nunca le devolví a Ana María hace unos treinta años y que hoy consulto buscando una respuesta -el I Ching, no Ana María-. Los toco, los miro y me reconozco en cada uno. El universo es justo. La misma claridad que me ha dado para juzgar la vida de los otros, es la misma oscuridad que tengo para calificar la mía. Ahora entiendo muchas cosas. Una vez más vuelvo a darme palo, busco las causas. Me he equivocado muchas veces, pero eso no me hace una mala persona. Vuelvo a llorar y no me importa porque lo importante no es el enjuague sino el restriegue. Ahora me llama Manu. Me pregunta si estoy bien. Disimulo y le digo que de pronto me va a dar gripa. Me dice que me quiere muchísimo -no mucho sino muchísimo-. Lo sé.

Me he equivocado muchas veces pero eso no me hace una mala persona

No tengo puta idea de vinos, pero este del D1, me gusta, lo que confirma que de somelier, no tengo nada. Ahora suena Vivir al este del edén” de La Unión. Recuerdo a mi amigo Eduardo, al que le gusta esta canción.

Me miro dos o tres meses atrás, cuando hice un pare. Es mucho lo sanado porque he aprendido a poner cada cosa en su lugar, cada persona en su lugar. Tampoco las idealizo. Tampoco me idealizo. Las acepto como son. Me acepto como soy, con mis luces y mis sombras.  Tal vez de eso se trata la atardescencia, de dejar de criticar y juzgar a los demás, de curar viejas heridas, de intentar vivir en paz sin necesidad de aparentar ni mucho menos, aceptar lo que no quiero. De los nuevos comienzos. Ese feng shui interno me ha ayudado a sacar toda la mugre y la mierda que he cargado tanto tiempo en forma de mentiras, de verdades medias, de medias verdades, de un ego gigantesco, de una soberbia disfrazada, de una falsa humildad y acatamiento, de una aceptación a jugar lo que no soy, de querer encajar donde no quepo, de amar mal a quien me quiso, de creer que no matar o no robar resulta suficiente para ser buena persona. ¡Putaaaa! Se me regó el vino encima de la silla que me regaló mi hermano Gabriel. No tengo a quién pedirle que me alcance una toalla húmeda, del estante que está en la cocina junto a la nevera. Corro. Limpio. Pongo a Macaco y Leyva.

Suena “Quiéreme bien”: Ni por ti me corto las venas/ Ni amas más por cargar más penas/Ni por miedo, ni porque quizás te pierdo/Para mal acompañada/Mejor me voy a dedo/Ni el amor pesa, ni se aguanta, ni es una empresa/No te quedes si te espanta/No hay cazador ni presa/Ni con acuse de recibo/Ni en un valle de lágrimas/Ni me censuras, ni me prohíbo/Salgamos a ventilar las almas/Ni en el altar del reproche/Ni por bodas tú duermes aquí todas las noches/Ni cállate, sube al coche/Ni soy tuya por un anillo o un broche/Ni irse es de cobardes/Si duele, vete, no tardes/Porque los corazones no necesitan tatuajes/Solo verdades.

Me vuelvo a servir otro vino y pienso que me he vuelto a levantar, después de limpiarme las rodillas y los mocos., pero que la lucha es diaria. Ahora miro hacia adelante, viajo a contracorriente. Intento  hacer sólo lo que puedo, lo que me gusta, sin joder a nadie, ni tampoco lo contrario. He gastado media vida para entender que la aceptación no es resignación, que los nuevos comienzos  no significan un olvido, que hay que  amar con las entrañas,  insistir las veces que resulten necesarias,  extraviar los egos y soberbias,  creer sin ataduras,  ordenar las cosas del pasado,  aceptar que a esta edad, la sabiduría es mejor que la elasticidad y que la sed que produce este desierto que atravieso no se calma en cualquier pozo, por cristalino que parezca. Quiero un amor bonito, con un proyecto en común y no una juntanza de desastres y de miedos.

Afuera ladra un perro y escucho una moto. Llueve. Ahora suena Ismael Serrano y me como la última pastilla de la Jumbo Jet que guardaba en mi cajón. Odio los viernes por la tarde…

Mauricio Lievano

“Me gustan los juegos de palabras. En realidad más los juegos que las palabras”. Fundador de Atardescentes

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