10 de abril. La casa de mamá Julia está sumida en el silencio. Las ventanas cerradas, la oscuridad inundando los zaguanes, el olor a café cerrero inundando todos los rincones. A lo lejos se escuchaban los disparos y los gritos. Todo era incertidumbre. Y miedo.
No éramos pobres, pero no sobraba nada. Vivíamos al día con el sueldo de mi marido, la venta de empanadas de mamá Julia y mi trabajo como mecanógrafa. No éramos pobres, pero éramos muchos. Una juntanza de menesterosos con buen nombre. La alacena estaba sola y la nevera, un invento lejos de nuestro poder adquisitivo.
Las noticias de la muerte de Gaitán, habían corrido rápido. Un fuerte olor a humo y a carnes chamuscadas se esparcía por toda la ciudad. Alguien tenía que salir a buscar algo de comida. Decidí ir yo. Afuera llovía. Todo era gris.Me puse un sobretodo negro y una pañoleta en la cabeza. No tenía miedo. En la cuadra que bordeaba nuestra casa no había nadie. La Estación de la Sabana que generalmente estaba llena, era una humareda ennegrecida. Caminé rápido y con la mirada fija. En realidad, no sabía a dónde ir. Varios grupos de borrachos caminaban danzarines.Pensé que tal vez en la llamada Plaza España, podría encontrar alguna tienda de abarrotes, donde comprar algo de arroz y de lentejas, pero su destrucción me devolvió a la realidad. El comercio estaba destrozado y arrasado. Quedó justo en medio de la ruta de la turba enfurecida que bajaba hacia el centro y se expandía desde la estación.
Los cadáveres estaban apilados y aún sanguinolentos. Hedía. El olor era insoportable y pronto pasaría algo que me cambiaría la existencia y la de mis hijos por venir.
Decidí volver a casa. Preferí el hambre antes que el miedo. En la esquina de la plaza, algo llamó mi atención. Era el cadáver de una mujer con su vestido roto y la cara destrozada. En su mano derecha pendía un anillo. Era un anillo de apariencia sencilla, pero su belleza tenía algo inquietante, como si la materia que lo formaba no perteneciera del todo a este mundo. El metal no era oro ni plata, sino una aleación extraña, de un brillo opaco que absorbía la luz en lugar de reflejarla. En su superficie, diminutas grietas formaban un dibujo que parecía cambiar con el ángulo de la mirada: algunos veían espirales, otras letras antiguas, otros rostros diminutos que parecían moverse al borde de la visión. En el centro, una piedra oscura, casi negra, guardaba un resplandor rojizo que se encendía como un corazón en penumbra cada vez que alguien lo tocaba. No tenía inscripción visible, pero al sostenerlo se sentía un leve pulso, un temblor tibio, como si el anillo respirara.
No sé que pensé en ese momento, pero un impulso raro me empujó a tomar el anillo de sus manos, sin pensar en ninguna consecuencia. Caminé más rápido que nunca, apretando el anillo entre mis dedos. Al llegar a casa, entré sin saludar. Mamá Julia se asustó, creyendo que algo malo me había pasado. La tranquilicé, les conté a todos lo que había visto y la destrucción de la ciudad. Omití lo del anillo.
Y así empezó a pasar el tiempo, aunque el dolor de la tragedia nos persiguió por muchos años. Mamá Julia se murió de física vejez y nosotros hicimos nuestra vida. Tuvimos siete hijos, tres mujeres y cuatro muchachos.
Una tarde de mayo de no recuerdo bien qué año, Isabel nos comunicó que se iba a casar. Luis y yo le dimos la bendición. La ceremonia iba a ser algo sencillo. Y entonces recordé el anillo, que por muchos años guardé en una vieja cajita musical con una bailarina de pies desvencijados. Lo saqué, lo lustré, lo limpié y busqué una cajita de rojo terciopelo para dárselo a Isabel. Como nadie sabía la historia, les dije que era un regalo muy especial porque había pertenecido a mi abuela, que se lo había heredado a mamá Julia y ella a mí. Isabel lo recibió agradecida y desde ese momento lo tuvo en su mano izquierda.
A los seis meses, la salud de Luis, el esposo de Isabel empezó a deteriorarse. Al principio parecía una simple fatiga, un cansancio sin causa que se instalaba en los gestos y en la voz. Con el tiempo, la piel se les volvió pálida, como si la sangre olvidara el camino, y una sombra azulada se dibujara bajo sus ojos, más profunda en cada amanecida.
Los médicos hablaban de anemia, de causas nerviosas, pero ningún remedio lograba detener el avance. Lo extraño era que los exámenes nunca mostraban anomalías: el corazón latía con ritmo normal, los pulmones respiraban bien, y sin embargo, algo invisible los iba deshabitando poco a poco. Comenzó a perder el apetito, luego el interés por las cosas que amaba, y finalmente la memoria de sus rostros cercanos. Su voz se volvió apenas un susurro, y los ojos, antes vivos, adquirieron un brillo opaco, como el del metal del anillo. Era como si una parte de ellos estuviera siendo absorbida, disuelta en una tristeza sin nombre. Finalmente, una tarde de domingo murió en silencio. Isabel estaba devastada.
Aún conserva el luto y nunca más nadie la vio volver a sonreír. La única que la sacaba del marasmo de sus días era María, su sobrina menor a la que cuidó como si fuera suya. A sus dieciocho, María decidió irse a vivir con Manuel, su novio de esos días. Estaba embarazada y todos tuvimos que aceptarlo. Isabel, pensó que era un buen momento de heredarle el anillo de su abuela. María lo aceptó de buena gana, no tanto por el recuerdo de mamá Julia a quien había oído nombrar en las tardes de apagón, sino porque se acomodaba a su estilo de vestir muy vintage y muy kitsch.
En marzo de ese año, Manuel empezó a decaer muy lentamente. Tenía apenas veinte años, un cuerpo fuerte, manos de trabajador y una energía que parecía inagotable. Pero un día, sin razón visible, comenzó a escuchar un zumbido leve, como un eco dentro del pecho, un murmullo que no venía del mundo sino de su propia sangre.
Las noches se le hicieron inquietas: soñaba con ruinas, con ciudades en llamas, con voces que lo llamaban por un nombre que no era el suyo. Al despertar, el corazón le latía con violencia, y durante unos segundos no recordaba quién era. Luego, poco a poco, el temblor cedía y volvía a la rutina, aunque cada día más distante, más distraído, como si una parte de su mente permaneciera atrapada en esos sueños.
No perdió peso ni color. Por el contrario, su mirada se volvió más intensa, su piel más cálida, su pulso más rápido. Pero esa vitalidad tenía algo febril, una energía que parecía no provenir de la vida sino del desvelo. A veces se le veía hablando solo, otras escribiendo palabras sin sentido, letras antiguas que no sabía de dónde venían. Los médicos dijeron que era estrés, otros hablaron de insomnio, de alucinaciones. Pero ninguno pudo explicar por qué, al tocarlo, se sentía una leve descarga, un estremecimiento que helaba la piel. Al poco tiempo murió, sin conocer a Paloma que nació el mes siguiente.
El anillo aún sigue en la mano de María y nadie sabe si la historia volverá a repetirse, idéntica, paciente, inevitable.