Colombia lleva dos décadas atrapada en un carrusel fiscal que no para de girar. Cada gobierno llega con la promesa de que esta vez sí, esta vez la reforma tributaria será la definitiva, la que nos saque del hueco. Pero el hueco, como un agujero negro, parece tragarse toda buena intención y escupir otra ley más que, invariablemente, dejará el problema para el siguiente inquilino de la Casa de Nariño.
La matemática es brutal y simple: entre 1973 y 2002, Colombia aprobó 23 reformas tributarias. Desde entonces, el ritmo no ha aflojado. Es como si fuéramos un país adicto a las reformas, pero alérgico a las soluciones.Los números cantan la tragedia. Colombia recauda apenas el 19.4% de su PIB en impuestos, mientras que los países de la OCDE promedian 34.3% y América Latina llega al 23.1%. No es que nos falte ambición; nos sobra evasión y nos falta base tributaria. Es como tratar de llenar una caneca rota: por más agua que le echemos, siempre se nos escurre por los lados.
Álvaro Uribe llegó en 2006 con la Ley 1111, prometiendo consolidación fiscal y simplicidad. Introdujo la renta presuntiva del 3% —una manera elegante de decirle a los ricos que no podían fingir ser pobres en sus declaraciones— y un impuesto al patrimonio «temporal» del 1.2%. Claro, en Colombia lo temporal suele durar más que los matrimonios.La reforma tenía una lógica incontestable, pero también una falla fatal: se apoyó demasiado en el IVA y muy poco en los impuestos progresivos. Uribe quiso meter IVA a la canasta familiar, pero el Congreso se lo tumbó. Ya desde entonces se veía venir la tormenta: en Colombia es más fácil ponerle impuestos a los cigarrillos que a las fortunas.
Juan Manuel Santos llegó con una idea que sonaba genial en el papel: crear empleo formal bajándole los costos laborales a las empresas. Así nació el CREE en 2012, un impuesto del 8% que reemplazaría los aportes parafiscales. La lógica era impecable: si las empresas pagan menos por cada trabajador, contratarán más.Pero entre la teoría y la práctica hay un abismo. Las empresas se quedaron con el beneficio sin necesariamente crear más empleos. En 2016, Santos volvió a la carga con la Ley 1819, la reforma «estructural» que subió el IVA al 19% e introdujo el sistema cedular. Se suponía que generaría 6.5 billones de pesos adicionales, y lo logró. Pero otra vez, el peso del ajuste fiscal recayó en los impuestos regresivos. Colombia seguía siendo un país donde era más fácil cobrarle a todo el mundo un poquito que cobrarle mucho a los que más tienen.
Iván Duque quiso hacer historia con la Ley 1943 de 2018, pero la hizo por las razones equivocadas. La Corte Constitucional la tumbó no por mala, sino por mal hecha. Vicios de procedimiento, dijeron los magistrados. En otras palabras: se les quemó el arroz por afán.La reedición de 2019 —la Ley 2010— fue prácticamente un copy-paste de la anterior. Funcionó hasta que en 2021 Duque decidió que era buena idea ponerle IVA a la canasta familiar en plena pandemia. El país se prendió en protestas, y no precisamente de alegría. El Paro Nacional de 2021 le cobró factura al gobierno y demostró que en materia fiscal, la paciencia de los colombianos tiene límites muy claros.
Gustavo Petro llegó en 2022 con un discurso diferente: justicia social, equidad, que los ricos paguen más. La Ley 2277 fue su bandera, y en el papel cumplió: aumentó la progresividad, gravó los dividendos, hizo permanente el impuesto al patrimonio y le metió impuestos correctivos a los plásticos y las bebidas azucaradas.
Los números iniciales fueron prometedores. En enero de 2025, la DIAN reportó un recaudo de 32.8 billones de pesos. Pero hay un detalle que quita el sueño: gran parte de ese recaudo viene del sector minero-energético. Es como construir una casa sobre arena movediza. Cuando bajen los precios del petróleo y el carbón —y van a bajar, porque siempre bajan— el gobierno se va a encontrar con un hueco fiscal del tamaño de la Cordillera Oriental.
Y aquí estamos otra vez. Petro necesita 26.3 billones de pesos para el presupuesto de 2026, y para conseguirlos propone lo de siempre: subirle impuestos a los mismos de siempre. Bajar el umbral del impuesto al patrimonio, aumentar la progresividad de la renta, meterle IVA a más cosas.El presidente del Senado ya dijo que no hay ambiente político. Los gremios están que trinan. Los economistas repiten como un mantra que la solución no son más impuestos sino menos gasto. Pero el gobierno, como todos los anteriores, está entre la espada y la pared: o consigue la plata o se queda sin presupuesto.
Veinte años después del primer intento serio de modernización tributaria, Colombia sigue exactamente en el mismo lugar. El diagnóstico nunca cambia: base tributaria estrecha, evasión rampante, gastos tributarios que se comen el 6.5% del PIB, dependencia excesiva de impuestos regresivos.Las soluciones tampoco cambian: más impuestos a los mismos contribuyentes, promesas de simplificación que nunca llegan, medidas «temporales» que se vuelven permanentes y beneficios tributarios que se crean para resolver un problema y terminan creando tres más.
El problema de fondo es que en Colombia la política tributaria no es política de Estado sino política de gobierno. Cada presidente quiere dejar su huella fiscal, como quien marca un árbol con sus iniciales. Pero los árboles crecen, y las iniciales se vuelven cicatrices.Mientras tanto, los contribuyentes siguen en el carrusel, mareos y todo, esperando que algún día alguien tenga el valor de pararlo y pensar en serio cómo arreglar este país. Porque al final, esto no es un problema de números sino de voluntad política.
