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El día que Chile se partió en dos

Hay fechas que parten la historia como un hachazo. El 11 de septiembre de 1973 es una de esas. Ese martes, mientras La Moneda ardía bajo los cohetes de los Hawker Hunter, Chile no solo perdió a su presidente. Perdió algo mucho más profundo: la certeza de que las cosas podían resolverse hablando.

Salvador Allende había llegado al poder tres años antes con una promesa audaz: construir el socialismo sin fusiles, sin que corriera sangre. La «vía chilena» sonaba hermosa en los discursos, pero la realidad se empeñó en demostrar que los sueños también pueden convertirse en pesadillas.

Pedro Vuskovic, el arquitecto económico de la Unidad Popular, tenía una teoría seductora: si le ponían más plata en los bolsillos a los trabajadores, el país florecería como jardín en primavera. Al principio funcionó. En 1971 hubo una especie de borrachera colectiva, una sensación de que por fin las cosas iban por buen camino.

Pero las cuentas alegres duran poco cuando la matemática se rebela. La inflación se disparó como cohete de feria, los precios se descontrolaron y los estantes de los almacenes empezaron a escasear. El mercado negro floreció como maleza y las colas para conseguir aceite o azúcar se volvieron parte del paisaje urbano.

Mientras Chile se desangraba en crisis, en Langley, Virginia, los tipos de la CIA movían sus fichas con la paciencia de ajedrecistas profesionales. No era paranoia: tenían dos planes, tan creativamente bautizados como «Track I» y «Track II». El primero buscaba tumbar a Allende por medios políticos. El segundo, más directo, apostaba al ruido de sables.

Un millón de dólares en las tres semanas previas al golpe. Plata que llegó a El Mercurio, a los gremios del transporte, a cualquiera que estuviera dispuesto a prender la pradera. No inventaron la crisis, pero la alimentaron como quien echa leña al fuego. La propia CIA lo reconocería después, con esa honestidad tardía que caracteriza a los documentos desclasificados: habían sido «importantes en la configuración del escenario adecuado para el golpe militar».

Augusto Pinochet era, hasta agosto de 1973, el último en quien cualquier conspirador habría pensado. Carlos Prats, su antecesor, lo había recomendado como un militar leal, de esos que respetan la Constitución aunque se les caiga el mundo encima. Allende le creyó. Error fatal.

El 23 de agosto, cuando el presidente le entregó la comandancia en jefe del Ejército, Pinochet ya estaba metido hasta el cuello en la conspiración. Actuaba como si fuera el militar más constitucionalista del planeta, mientras por debajo de la mesa coordinaba con los otros comandantes el derrocamiento del gobierno que supuestamente defendía.La ironía es brutal: Allende confiaba en el hombre que lo traicionaría y Pinochet aceptaba honores de un presidente al que ya había condenado a muerte.

El 11 de septiembre amaneció con olor a pólvora en Valparaíso. A las 8:30 de la mañana, la Junta Militar ya exigía la renuncia de Allende. El presidente se negó desde La Moneda, con esa terquedad de quien sabe que está jugando la partida final de su vida.

Su último discurso, transmitido por Radio Magallanes mientras los tanques rodeaban el palacio, suena hoy como el testamento de una época: «Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y su destino». Palabras que quedarían grabadas para siempre en la memoria colectiva, pronunciadas mientras los aviones sobrevolaban Santiago preparándose para el bombardeo.

A mediodía, los Hawker Hunter descargaron sus cohetes sobre La Moneda. Pinochet, desde su puesto de mando, intercambiaba mensajes con el almirante Carvajal sobre el destino de Allende. Cuando alguien mencionó la posibilidad de exiliarlo, la respuesta del general fue escalofriante: «Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país, pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando».

Lo que vino después fue un régimen que combinó la represión más salvaje con un experimento económico radical. La DINA, creada en 1974, se convirtió en una máquina de terror que operaba fuera de cualquier control legal. Sus agentes podían detener, torturar y hacer desaparecer a quien se les ocurriera, mientras los jueces miraban para otro lado y los ministerios temblaban.

El Estadio Nacional, que hasta entonces había sido templo del fútbol y los mítines políticos, se transformó en campo de concentración. Villa Grimaldi, una casona que alguna vez fue lugar de encuentros sociales, pasó a ser sinónimo de horror y tortura. Siete mil personas pasaron por el Estadio. Nadie sabe cuántas salieron vivas de Villa Grimaldi.Los «Chicago Boys», esos economistas formados en la universidad del mismo nombre, llegaron con sus teorías neoliberales bajo el brazo. Privatizaron todo lo privatizable, redujeron el Estado a su mínima expresión y convirtieron a Chile en laboratorio de un modelo que después exportarían por el mundo. El «milagro chileno» se construyó sobre los huesos de los desaparecidos y el silencio forzado de toda una sociedad.

La paradoja final del régimen de Pinochet fue que su propia Constitución, la de 1980, le cavó la fosa. El plebiscito de 1988, diseñado para legitimarlo por ocho años más, se convirtió en su sentencia de muerte política.La campaña del «No» logró algo que parecía imposible: que la gente perdiera el miedo y saliera a decir basta. El 5 de octubre de 1988, Chile le dijo no a Pinochet en las urnas. El dictador, que había llegado al poder con tanques y aviones, se vio obligado a aceptar una derrota electoral.

Han pasado más de treinta años del fin de la dictadura, y Chile sigue haciendo cuentas con su pasado. Los informes Rettig y Valech documentaron la magnitud del horror: más de 40 mil víctimas entre muertos, desaparecidos y torturados. Pero las cifras, por exactas que sean, no alcanzan para dimensionar el daño.

Hay 1,469 personas que siguen desaparecidas, familias que no han podido enterrar a sus muertos, heridas que no terminan de cicatrizar. La Constitución de 1980, aunque reformada múltiples veces, sigue siendo motivo de debate. El modelo económico implantado durante la dictadura persiste, con sus virtudes y sus costuras.

Chile cambió para siempre aquel 11 de septiembre de 1973. Se rompió en dos: el antes y el después, los que recuerdan y los que prefieren olvidar, los que siguen buscando justicia y los que creen que es hora de pasar la página.

 

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