Corría la década de los 50, y en Colombia, mientras las calles olían a café recién molido y a pólvora de una violencia que no daba tregua, los hogares se aferraban a un ritual casi sagrado: la radionovela. Ese teatro sin imágenes, puro sonido que hacía temblar el alma, era el opio del pueblo en una época donde la televisión era un lujo de pocos y el cine, un paseo para ocasiones especiales. A las seis de la tarde, cuando el sol se escondía y las cocinas humeaban con sancocho, las familias se apiñaban alrededor de un radio de válvulas, esa caja mágica que escupía amores imposibles, traiciones viperinas y héroes que desafiaban lo imposible.
En los años 50 y 60, la radio reinaba sin discusión. Según datos de la época, más del 80% de los hogares colombianos tenían al menos un receptor y no era raro que en los barrios populares un solo radio sirviera para toda la cuadra, con vecinos agolpados como en misa de gallo. Las radionovelas, hijas bastardas del radioteatro y los folletines del siglo XIX, encontraron en Colombia un terreno fértil. Entre 1940 y 1970, se estima que se produjeron más de 500 títulos, desde melodramas lacrimógenos hasta aventuras que harían sonrojar a Indiana Jones. Cadenas como Caracol, Todelar y RCN competían a muerte por la sintonía, mientras los anunciantes —jabones Colgate, gaseosas Kola Román, cigarrillos Pielroja— pagaban fortunas para que sus productos sonaran entre sollozos y disparos ficticios.
El género llegó de Cuba, cuna de la radionovela latinoamericana, con Félix B. Caignet como su profeta. Su El derecho de nacer (1948 en Colombia) fue un terremoto: la historia de Albertico Limonta, el hijo ilegítimo que luchaba por su lugar en el mundo, hizo llorar a medio país y escandalizó a la otra mitad. Las señoras de misa y mantilla debatían si la radio estaba corrompiendo las buenas costumbres al hablar de madres solteras y abortos, mientras los curas tronaban desde el púlpito contra “esas historias del demonio”. Pero nadie se perdía un capítulo. En 1950, Caracol reportó que el 60% de su audiencia vespertina estaba pegada a esta radionovela y en las calles de Bogotá se decía que hasta los gamines pausaban sus fechorías para escuchar.
Las radionovelas no solo contaban historias; creaban mitos. Ahí estaba Kalimán, el hombre increíble, el príncipe indio que, desde 1965, hipnotizaba enemigos y resolvía misterios con la serenidad de un Buda y la voz de Gaspar Ospina, un antioqueño que se convirtió en ídolo sin mostrar la cara. Kalimán, acompañado de su fiel Solín (Erica Krum), era una mezcla de superhéroe, gurú y galán de telenovela. En su pico más alto, Todelar calculó que más de 3 millones de colombianos lo seguían cada noche y las historietas que lo ilustraban se alquilaban en los barrios por 10 centavos. Los niños jugaban a ser Kalimán, paralizando a sus amigos con un “¡Serenidad y paciencia!” que sonaba a mandato divino.
Pero no todo era aventura. La ley contra el hampa, emitida por Todelar desde los 60 hasta los 90, mezclaba crónica roja con moralina, narrando casos “basados en hechos reales” que hacían temblar a las abuelas. Cada episodio, con su locutor anunciando “el mal y sus consecuencias”, era un recordatorio de que el diablo andaba suelto, probablemente en la misma esquina donde vendían empanadas. Y luego estaba Yong-Fu (1938), la primera radionovela colombiana, creada por Emilio Franco, con un detective chino que hablaba un español tan enredado que parecía un chiste, pero que conquistó al país con su ingenio.
Los actores eran dioses anónimos. Nombres como Lucy Colombia, Jaime Ayala o Manuel Pachón no aparecían en revistas, pero sus voces eran más reconocibles que el himno nacional. Grababan en estudios llenos de cáscaras de coco para simular cascos de caballo, latas para truenos y papel celofán para fuego. Todo era artesanal, como la Colombia de entonces, donde un buen café y una radionovela bastaban para olvidar, por media hora, que el país se desangraba en los campos.
Las radionovelas eran más que entretenimiento; eran un reflejo torcido de la Colombia de su tiempo. En un país donde las mujeres apenas conquistaron el voto en 1954, las protagonistas de las radionovelas solían ser mártires o villanas: la sufrida madre soltera, la femme fatale que pagaba caro su osadía, o la niña rica que se enamoraba del pobre, para horror de su familia. Los hombres, en cambio, eran galanes de mandíbula cuadrada o traidores de bigotito recortado. Estas historias reforzaban los roles de género, pero también, a su manera, los cuestionaban. El derecho de nacer hablaba de temas tabú como el aborto y la ilegitimidad, haciendo que las señoras de la casa discutieran en susurros lo que nunca se atrevían a decir en voz alta.
El humor negro, tan nuestro, también se colaba. En La ley contra el hampa, los crímenes eran narrados con un dramatismo que rozaba la parodia, como si el locutor supiera que la realidad era más absurda que la ficción. Y en los bares, mientras los hombres brindaban con aguardiente, se burlaban de los galanes de radionovela, esos héroes perfectos que nunca existían en un país donde el machete y el revólver resolvían más que los discursos. Las radionovelas, con sus exageraciones, eran una caricatura de nuestras tragedias y sueños.
Éramos un país más pobre, más bruto, más herido, pero también más ingenuo. Las radionovelas nos dieron héroes cuando los necesitábamos, amores cuando los añorábamos, y villanos para culpar por todo lo que salía mal. Hoy, mientras el mundo se ahoga en pantallas y notificaciones, me pregunto si no sería mejor apagar el celular, cerrar los ojos y dejar que una voz nos cuente, una vez más, que Kalimán siempre vence. Total, en este país, la realidad siempre ha sido más novelesca que cualquier ficción.