Bogotá, noviembre de 1977. La ciudad, atrapada en su eterno manto de llovizna, se sacudió de la rutina para recibir a un titán: Muhammad Alí. No era solo un boxeador, era un fenómeno, un hombre que cargaba en cada puñetazo la lucha por la igualdad y en cada sonrisa la audacia de quien sabe que el mundo es su escenario. Su visita, un relámpago de tres días, no solo salvó un hospital al borde del abismo, sino que dio a Bogotá un instante de gloria colectiva. Y en el centro de ese torbellino, un colombiano de 1,93 metros, Bernardo Mercado, tuvo su momento para brillar, aunque fuera a la sombra del más grande.
Todo empezó con un sueño temerario. El periodista Gustavo Castro Caycedo, con la audacia de quien no acepta un no, convenció a Alí de venir a Bogotá para recaudar fondos para el Instituto de Rehabilitación Infantil Franklin Delano Roosevelt, un lugar que se desmoronaba por falta de recursos. Alí, fiel a su espíritu solidario, aceptó, pero no sin condiciones: viajaría con su familia y un séquito de guardaespaldas que parecían listos para una invasión. El 12 de noviembre, cuando su avión tocó tierra en El Dorado, la terminal colapsó. Miles de fanáticos, periodistas y curiosos rompieron toda noción de orden para ver al campeón. Alí, con ese carisma que desarmaba multitudes, levantó el brazo y lanzó un gancho verbal: “Saludo al pueblo colombiano y estoy contento de estar aquí con ustedes”. Bogotá, siempre tan contenida, se dejó llevar por la fiebre.
Durante tres días, Alí fue el sol alrededor del cual orbitó la ciudad. En el estadio El Campín, ante 40.000 gargantas que coreaban su nombre, dio el saque de honor en un Millonarios-Atlético Nacional, bromeando con los recogebolas como si fueran viejos amigos. Visitó la plaza de toros de Santamaría, como queriendo descifrar el alma de una ciudad que lo miraba con devoción. Hasta el presidente Alfonso López Michelsen, en el Palacio de Nariño, cedió ante su magnetismo. Pero el clímax llegó el 14 de noviembre en la misma plaza de toros, donde Alí enfrentó en una exhibición a Bernardo Mercado, el peso pesado más temido de Colombia.
Mercado, nacido en Montería en 1952, no era cualquier nombre. Con una carrera amateur sólida, había ganado una medalla de bronce en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1974 y una de oro en 1975, venciendo al futuro campeón mundial Trevor Berbick en una decisión de tres asaltos. Desde su debut profesional en 1975, el “Bombardero” cordobés, de 1,93 metros y puños devastadores, había noqueado a 17 de sus primeros 20 rivales, nueve en el primer asalto. Su potencia lo llevó a ser sparring del legendario Oscar Bonavena y a enfrentarse a futuros campeones como John Tate, Mike Weaver y el propio Berbick, a quien despachó en un round en 1979. En 1980, su victoria por nocaut técnico en el séptimo asalto contra el temido Earnie Shavers lo catapultó como el contendiente número uno al título de Larry Holmes por el CMB. Sin embargo, las derrotas ante Tate, Weaver y Leon Spinks frenaron su sueño de un título mundial, aunque su carrera, con 33 victorias (28 por KO) en 38 peleas, lo consolidó como el mejor peso pesado colombiano de la historia.
Aquella noche en Santamaría, con 12.000 almas desafiando el frío bogotano, no hubo combate real. Fue un espectáculo puro. Alí, maestro del show, bailó en el ring, bromeó con el árbitro, lanzó golpes suaves y guiños al público. Mercado, consciente de que enfrentaba a una leyenda, se prestó al juego, sabiendo que no era una pelea para ganar, sino para compartir el escenario con un ícono. Los cinco asaltos pactados fueron una danza de risas y aplausos, con Alí haciendo muecas y Mercado respondiendo con la dignidad de quien sabe que está viviendo un momento irrepetible.
La visita de Alí no sólo salvó el hospital, sino que dejó una marca imborrable. Para Mercado, fue la cima de una carrera llena de altibajos, un instante en el que Bogotá lo vio medirse, aunque fuera en un juego, con el más grande. Alí se fue, pero la “Alimanía” y el eco de los puños de Mercado quedaron grabados en la ciudad. Fue una noche que unió deporte, solidaridad y espectáculo, un recordatorio de que, a veces, el ring es solo el comienzo de algo mucho más grande.