Hay historias que uno lee y piensa: «Bueno, alguien se pasó con el guion». La de Luis Díaz es de esas. Pero resulta que es verdad, cada pedazo. Y quizás lo más absurdo de todo es que casi no pasa. Que este tipo que ahora hace trizas defensas en la Premier y en la Bundesliga estuvo a punto de quedarse invisible para siempre en un pueblo del que nadie habla, jugando descalzo en canchas donde el polvo se confunde con la piel.
Barrancas no sale en las postales de Colombia. Es un lugar donde la mina del Cerrejón lo domina todo: el paisaje, el empleo, el aire que se respira. Un pueblo minero en La Guajira, con ese calor que derrite hasta las ganas, donde la plata escasea y los sueños se oxidan rápido. Ahí nació Luis Fernando Díaz Marulanda un 13 de enero de 1997, flaco como un palillo, con las piernas largas y una pelota que parecía atada a sus pies con un hilo invisible.
Su papá, Luis Manuel —»Mané» para los amigos— tenía esa fiebre que solo les da a ciertos padres: la de creer a ciegas. Montó una escuelita de fútbol en el barrio, el «Clubballer», nombre humilde para un proyecto que no tenía ni con qué. Pero tenía algo mejor: tenía a Luchito, el hijo que hacía cosas raras con la pelota mientras los demás apenas podían controlarla. La maestra de ciencias lo llamaba «el niño de los pies ligeros» porque en clase hacía malabares con bolas de papel. Ya desde ahí algo olía distinto.
Lo que poca gente sabe —o lo que prefieren obviar cuando cuentan la historia con ese tono de documental inspirador— es que Luis no era el típico caso de desnutrición extrema que venden algunos titulares. Sí, era delgado, delgadísimo, pero fue a un buen colegio, el Remedios Solano, una institución religiosa que no era precisamente para los más pobres entre los pobres. La pobreza existía, claro, pero no era la miseria absoluta. Era más bien esa pobreza digna, la que te obliga a elegir entre dos pares de zapatos al año o arreglar el techo cuando llueve.
Lo que sí es cierto es que su físico lo traicionó durante años. Porque en el fútbol, sobre todo en Colombia, si no luces como un toro a los quince años, los ojeadores ni te miran. Y Luis era todo lo contrario: un palito con gambeta. Así que los cazatalentos pasaban de largo. Veían piernas de alambre donde debían ver músculo, veían fragilidad donde había pura electricidad.
Y aquí viene lo bueno, lo que hace que esta historia se salga del molde: a los diecisiete años, Luis fue seleccionado para jugar la primera Copa Americana de Pueblos Indígenas. Sí, leyeron bien. Un torneo de fútbol indígena en Chile, en 2015. No la Sub-20, no un Sudamericano, no nada que uno esperaría como plataforma de lanzamiento. Un torneo que casi nadie conocía, organizado para comunidades originarias. Luis clasificaba porque es Wayuu, parte de esa etnia que habita La Guajira como si el tiempo se hubiera detenido en ciertos rincones.
Ahí, con la cinta de capitán en el brazo, con la número 10 a la espalda y representando a un puñado de pueblos que nunca aparecen en los mapas del fútbol profesional, Luis Díaz explotó. Dos goles, una final, y un despliegue que dejó a todos preguntándose quién diablos era ese flaco que corría como si tuviera cohetes en las pantorrillas y se burlaba de los rivales con una sonrisa tímida.
Entre el público estaba alguien que sí entiende de fútbol: Carlos Valderrama. El Pibe. La leyenda. Y Valderrama, que ha visto talento de sobra en su vida, quedó fascinado. No con fascinación educada, sino con esa fascinación que te hace levantar el teléfono y hacer una llamada. Llamó al Junior de Barranquilla y les dijo, básicamente: «Contrátenlo ya, o son unos maricas».
Esa recomendación fue la grieta en el muro. Porque sin ese torneo indígena, sin Valderrama en las tribunas, sin esa casualidad cósmica, Luis Díaz probablemente seguiría en Barrancas, jugando los domingos en alguna liga amateur, invisibilizado por su propia genética. El sistema nunca lo habría encontrado. Pero la vida, caprichosa como es, le puso un escenario alternativo.
Llegó al Junior, pero no al primer equipo. Lo mandaron al Barranquilla FC, el filial en segunda división. Y ahí, por fin, alguien decidió tomarse en serio el tema de su físico. Le diseñaron un plan para subir diez kilos de músculo. Dieta, aminoácidos, multivitamínicos, gimnasio. Todo lo que nunca había tenido. Y el cuerpo respondió. Luis se transformó sin perder lo único que importaba: la velocidad. Didier Paz, el kinesiólogo que lo trató en esa época, lo resume mejor que nadie: «Se fortaleció sin perder la velocidad. Es la bestia que es hoy».
En 2017 subió al primer equipo del Junior. Y ahí, en su ciudad, jugando para el club del que era hincha, empezó a romperla de verdad. Copa Colombia, dos títulos de liga, finalista de la Sudamericana. El pibe invisible se había convertido en el líder de la manada. Heredó el 10, hizo goles imposibles, se ganó a una hinchada que no perdona. Y claro, Europa empezó a llamar.
El Porto lo fichó en 2019 por siete millones de euros. Una ganga, vista en retrospectiva. Porque en Portugal, Luis terminó de convencerse a sí mismo de que podía jugar en cualquier lado. Dos ligas, dos copas, una Supercopa. Y en su última media temporada con los Dragones, catorce goles y cinco asistencias en dieciocho partidos. Un vendaval.
Liverpool pagó sesenta millones por él en enero de 2022. Jürgen Klopp, que no es de los que tiran la plata, lo vio y dijo: «Este es mi tipo de jugador». Y tenía razón. Díaz encajó en Anfield como si hubiera nacido ahí. Presión alta, carreras sin freno, regate al borde del descaro. Jugó la final de la Champions en su primera temporada. Ganó la Premier, dos Copas de la Liga, la FA Cup. Se puso el 7 en la espalda, el mismo número de Dalglish, de Keegan, de Suárez. Y nadie dijo que no lo merecía.
Ahora está en el Bayern Múnich, porque esta historia aparentemente no tiene techo. Debutó ganando la Supercopa de Alemania y marcando el gol de la victoria. Por supuesto que sí. Es lo que hace Luis Díaz: llegar y ganar. Como si fuera lo más normal del mundo.
Con Colombia ha sido igual de importante, tal vez más. En la Copa América 2021 fue el máximo goleador junto a Messi. Cuatro goles, incluyendo una chilena contra Brasil que todavía da vueltas en internet. Llevó a la selección al tercer lugar y se ganó el premio al jugador revelación. En 2024, los condujo hasta la final, donde perdieron contra Argentina, pero ya nadie duda de quién es el líder de esa generación.
Lo loco de todo esto es que Luis Díaz estuvo a punto de no existir para el fútbol. Si no hay torneo indígena, si Valderrama no va, si el Junior no hace caso, nada de esto pasa. Y uno piensa en cuántos talentos se habrán quedado en el camino, invisibles, porque nunca tuvieron su Copa América de Pueblos Indígenas. Porque eran muy flacos, muy bajitos, muy lo que fuera.
La historia de Luis no es solo la de un tipo que la rompió. Es la de un sistema fallido que casi lo deja atrás. Y es la de un torneo que nadie respeta, que nunca sale en los diarios, que salvó a uno de los mejores jugadores de esta generación del olvido.
Ahí está él ahora, en Múnich, con veintiocho años y un palmarés que ya quisieran jugadores con el doble de carrera. El niño de los pies ligeros. El guajiro que nadie vio venir. El que se salvó por una casualidad y un ojo entrenado.
A veces, el fútbol hace justicia. Pero casi siempre, llega tarde.