En la mitad del siglo pasado, cuando el mundo aún lamía las heridas de la Segunda Guerra Mundial, Colombia hizo algo que ningún otro país de América Latina se atrevió: responder al grito de auxilio de la ONU y enviar a sus hijos a pelear en una guerra lejana, en los confines helados de Corea. Entre 1950 y 1953, el Batallón Colombia, un puñado de casi 5,000 hombres, junto con tres fragatas, cruzó el planeta para enfrentarse a un enemigo implacable en un terreno que no entendía de clemencias.
No fue solo una decisión militar; fue un gesto político del presidente Laureano Gómez para limpiar el pasado y alinear al país con el poderío de Estados Unidos. Pero en las laderas del Monte Calvo, en marzo de 1953, esos cálculos fríos se convirtieron en un incendio de valor, sudor y sangre.
El Batallón Colombia, bajo el mando inicial del teniente coronel Jaime Polanía Puyo y luego del teniente coronel Alberto Ruiz Novoa, no llegó a Corea a hacer bulto. Integrados en la 7.ª División estadounidense, estos soldados de botas gastadas y corazones de hierro se ganaron a pulso un lugar en la memoria de la guerra. Pelearon en operaciones que les valieron la Presidential Unit Citation de Estados Unidos y Corea del Sur, la Legión del Mérito y un puñado de Estrellas de Plata y Bronce. Pero el precio fue brutal: cerca de 200 muertos y más de 400 heridos. Y aunque Corea del Sur ofreció becas y apoyo a los descendientes de esos héroes, en Colombia, muchos regresaron a un silencio ingrato, olvidados por un país que no supo cómo honrarlos.
El epicentro de esta epopeya fue la Batalla del Monte Calvo, o Colina 266, un pedazo de tierra arrasada que los gringos bautizaron Old Baldy por su cima desnuda, castigada por el fuego. Entre el 23 y el 26 de marzo de 1953, los colombianos, dirigidos por Ruiz Novoa, se plantaron allí, en un terreno donde el viento cortaba como cuchillo y la muerte acechaba en cada sombra. Enfrentaron oleadas del ejército chino, que llegaba con una furia numérica que parecía imposible de detener. Los bombardeos no daban tregua, los combates cuerpo a cuerpo eran un torbellino de desesperación, y las reservas eran un lujo que no existía. Pero los colombianos no cedieron. Pelearon con una terquedad que rayaba en lo imposible, rescatando incluso los cuerpos de sus compañeros caídos bajo una lluvia de balas, un acto de humanidad que les valió el respeto eterno en el campo de batalla.
Ruiz Novoa, un líder de esos que no se quiebran ni en el infierno, comandó con una mezcla de estrategia y coraje que le ganó la Orden Eulji del Mérito Militar de Corea del Sur. Bajo su dirección, el Batallón Colombia resistió en el Monte Calvo hasta que la posición, agotada por la presión china, cayó. Pero esa derrota no fue en vano: su resistencia evitó que el frente aliado se desmoronara, manteniendo a raya un avance que pudo haber cambiado el rumbo hacia Seúl. Los reportes de inteligencia china lo confirmaron: tomar esa colina sin refuerzos era una quimera, gracias a la fiereza de esos soldados venidos de un país que, para ellos, era solo un nombre lejano.
La Guerra de Corea, y en especial el Monte Calvo, marcó al Batallón Colombia como una fuerza que no se doblega. Fue un capítulo de heroísmo crudo, de esos que no necesitan adornos para brillar. Sin embargo, en casa, la hazaña se diluyó en el tiempo, relegada a un rincón de la memoria colectiva. Pero en las laderas de esa colina pelada, donde el frío quemaba y la muerte rondaba, los colombianos dejaron algo más que sangre: dejaron la prueba de que, cuando el mundo los llamó, respondieron con un rugido que aún resuena.