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El Nobel de María Corina

María Corina Machado fue nombrada como nuevo premio Nobel de Paz. Ese reconocimiento tiene muchos matices. Si bien el mundo reconoce su lucha contra el régimen de Maduro en Venezuela, no se puede olvidar sus posiciones de derecha, su apoyo a Israel y sobre tod, su sumisión casi absoluta a Donald Trump

No es que el galardón no esté merecido. Lo está. La mujer se ha jugado el pellejo enfrentándose al régimen de Nicolás Maduro con una tenacidad que raya en lo suicida. Ha sobrevivido a una inhabilitación política hasta 2036 —porque en Venezuela las dictaduras tienen sentido del humor negro—, a múltiples amenazas, y ahora vive escondida como si fuera la protagonista de un thriller político de John le Carré, pero versión caribeña y sin el presupuesto de la BBC.

El Comité Noruego del Nobel decidió premiarse a sí mismo con esta elección. Entre 338 candidatos —que incluían, no se rían, a Donald Trump— escogieron a Machado por su «incansable labor en la promoción de los derechos democráticos» y su «lucha por lograr una transición justa y pacífica». Palabras bonitas. El problema es que «pacífica» y «Venezuela» llevan años sin aparecer en la misma oración sin que suene a chiste cruel.

La idea romántica es que el Nobel funciona como un escudo invisible. Que de repente el mundo voltea a ver y los dictadores se lo piensan dos veces antes de tocarle un pelo a la laureada. La realidad es bastante más siniestra.

El Nobel no es un escudo. Es un amplificador. Amplifica la atención, amplifica la presión diplomática, amplifica el costo político de arrestar a alguien. Pero si el régimen está dispuesto a pagar ese costo, el premio se convierte en papel mojado muy rápido.

Y Maduro ya demostró que está dispuesto a pagar cualquier precio. El tipo lleva años siendo un paria internacional y no parece quitarle el sueño. Las sanciones de Estados Unidos, el rechazo de la Unión Europea, las condenas de la ONU… todo eso son mosquitos molestos para un gobierno que ya tiene poco que perder en términos de reputación.

Lo interesante es que el régimen venezolano respondió al anuncio con un mutismo oficial que resulta más escalofriante que cualquier diatriba. Cuando un gobierno autoritario se queda callado, generalmente es porque está haciendo cálculos.

Claro, la maquinaria propagandística chavista no tardó en activarse. Los voceros leales empezaron a llamar a Machado «ultraderechista», a acusarla de promover la violencia, de ser títere del imperio. El paquete completo. Pero el silencio de Maduro es lo que importa. Está evaluando. ¿Qué le conviene más? ¿Arrestarla y convertirla en mártir global, o dejarla en la clandestinidad y arriesgarse a que su figura crezca hasta volverse incontrolable?

El 10 de diciembre de 2025, María Corina Machado debería estar en Oslo recibiendo su premio. Debería. El condicional pesa como una losa.

Si va, obtiene la plataforma mediática más grande del planeta. Un escenario global para denunciar, para presionar, para hacer que medio mundo voltee a ver Venezuela aunque sea por cinco minutos. Pero si sale del país, las probabilidades de que Maduro le permita regresar son cercanas a cero. El régimen ya tiene práctica en esto: le hizo exactamente lo mismo a Edmundo González Urrutia, el candidato opositor que tuvo que largarse para no terminar preso.

Quedarse en Europa o Estados Unidos, con todos los honores y ningún poder real. Convertirse en una figura simbólica que da entrevistas desde la distancia mientras adentro del país la resistencia se desangra sin su liderazgo.

Si se queda, mantiene la conexión con la base, con la gente que la sigue, con los que creen que todavía hay chance, pero se pierde el momento cumbre. La ceremonia del Nobel sin la galardonada sería un símbolo potente de la represión venezolana, sí. Es el tipo de decisión que no tiene respuesta correcta. Solo tiene respuestas malas y menos malas.

Y como si el asunto no fuera suficientemente complicado, Machado decidió dedicarle el premio a Donald Trump. Sí, a ese Donald Trump.

No es gratuito. Trump ha sido uno de los halcones más duros contra Maduro. Las sanciones petroleras, el despliegue militar en el Caribe, el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente… toda la artillería salió durante su gobierno. Machado sabe que necesita a Estados Unidos si quiere que esto termine en algo más que un capítulo triste de historia latinoamericana.

Pero esa alianza tiene un precio. El régimen venezolano inmediatamente la usó como prueba de que Machado es una «agente extranjera», una marioneta de Washington. Y en un país donde el antiimperialismo es parte del ADN político desde Bolívar, esa narrativa tiene tracción.

La dedicatoria también complica cualquier posibilidad de flexibilización de sanciones. Washington no puede relajar la presión ahora sin quedar como que está traicionando a una Nobel de la Paz. Machado lo sabe. Por eso lo hizo. Es un movimiento táctico para consolidar la política de línea dura, pero que también cierra puertas de negociación.

Nadie sabe qué va a pasar. Literalmente nadie. Pero hay opciones en la mesa, y ninguna es particularmente alegre.

La primera es que Maduro diga «al diablo con todo» y la arreste de todas formas. Que calcule que el daño reputacional ya está hecho, que las sanciones ya están al máximo, y que tener a Machado en una celda es mejor que tenerla articulando resistencia desde las sombras. Es el escenario Liu Xiaobo. El mundo protesta, la ONU condena, y no pasa absolutamente nada.

La segunda es que el costo del Nobel sea tan alto que fuerce algún tipo de negociación. Que sectores pragmáticos del chavismo —si es que existen— vean la oportunidad de aliviar la presión internacional a cambio de concesiones. Tal vez dejan que Machado salga y no regrese. Tal vez ofrecen algún tipo de diálogo supervisado. Es el escenario menos sangriento, pero requiere que el régimen tenga más racionalidad estratégica de la que ha demostrado hasta ahora.

La tercera, la más volátil, es que el Nobel actúe como catalizador para una fractura interna. Que haya militares, funcionarios, chavistas de segunda línea que estén cansados de hundirse con el barco y vean en la legitimidad moral de Machado una salida. Un golpe blando. Una transición negociada desde adentro. Suena a wishful thinking, pero en Venezuela han pasado cosas más raras.

María Corina Machado está ahora en ese club tristísimo de disidentes que reciben el Nobel de la Paz mientras sus vidas penden de un hilo. Es un honor que nadie debería tener que cargar. Es el reconocimiento de que has peleado tanto, arriesgado tanto, que el mundo no tiene más remedio que voltear a verte.

Pero voltear no es lo mismo que ayudar. Y un diploma enmarcado no detiene balas ni abre celdas.

El Nobel le da herramientas. Le da peso moral, presión diplomática, atención mediática. Le complica la vida a Maduro, sin duda. Pero también le complica la vida a ella. Porque ahora no puede desaparecer en la oscuridad. Ahora el mundo espera que haga algo con ese premio. Que lo convierta en cambio real.

 

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